
9 abril, 2025
Una de las singularidades del procedimiento penal español es el derecho a la última palabra del acusado, regulado en el artículo 739 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Se trata de un derecho fuertemente garantizado, hasta el punto de que, si no se concede al acusado la posibilidad de intervenir antes de concluir la vista, el juicio es nulo. La última palabra constituye una de las pocas manifestaciones de autodefensa penal en nuestro país, donde prima la defensa técnica a cargo de un abogado. Por ello, no es raro que los letrados contengan la respiración cuando su cliente, en un arranque espontáneo, decide dirigirse directamente al tribunal.
Por experiencia, diría que son más los casos en los que el ejercicio de este derecho perjudica al acusado que aquellos en los que le beneficia. Hay ejemplos, algunos muy conocidos, en los que unas pocas palabras del acusado bastan para desmontar la estrategia que su abogado ha sostenido con tenacidad a lo largo del juicio. Recomendaría a cualquiera que, antes de hablar, recuerde que una lágrima en los ojos de la ley es un raro espectáculo. La paternidad de esta frase es discutida, pero expresa una verdad universal: la máxima de un tribunal es la justicia, no la piedad. Dicho esto, una última palabra bien empleada puede surtir algún efecto, quizás más en la conciencia de los jueces que en la sentencia que dicten.
Recuerdo un caso que me resultó especialmente desolador. Se trataba de un joven con enfermedades mentales y una grave adicción a las drogas, analfabeto y sin hogar, que había atracado varios establecimientos. En su última palabra, nos reprochó que en las sentencias imponíamos los años de cárcel como si fueran meses y los meses como si fueran días. No tenía defensa posible, salvo la valoración de sus circunstancias personales, que es lo que finalmente hicimos.
He reflexionado mucho sobre sus palabras, que me vienen a la mente cada vez que escucho o leo críticas sobre la supuesta benevolencia de las penas en España. Suelo disculpar a los ciudadanos que opinan así, pues realmente no saben de lo que hablan. Lo cierto es que nuestro Código Penal no es menos severo que los de nuestro entorno europeo y, en determinados delitos, impone penas más largas de lo habitual en el derecho comparado. Tampoco nuestra legislación se cuenta entre las más vanguardistas en cuanto a reinserción o alternativas al cumplimiento carcelario. De hecho, la tasa de población reclusa en España es similar, aunque algo superior, a la media europea.
El problema surge cuando estas valoraciones provienen de responsables políticos, quienes reclaman sentencias ejemplares y penas más severas. Es discutible que, en un Estado de derecho, la función primordial de una sentencia sea la ejemplaridad. Pero bueno, a los dirigentes patrios se les suele llenar la boca con la proclamación enfática del Estado de derecho, aunque los hechos muestren otros perfiles. En su discurso de Fin de Año de 1960, Franco dijo que «España es un Estado de derecho y un Estado social, porque la justicia y el bienestar de los españoles han sido las finalidades supremas de nuestro Movimiento.» Si mentalmente suprimiésemos españoles y Movimiento, el parecido con proclamas actuales resulta desasosegante.
También es desconcertante ver a ciertas figuras políticas justificar la rebaja de las penas en los delitos de agresión sexual por su afinidad con corrientes no punitivistas (con lo que yo podría coincidir en parte) para, pocos meses después, criticar a los magistrados por nuestra supuesta cultura de imposición de penas mínimas en esa clase de delitos. Así, incluso quienes dominamos la materia tenemos dificultades para discernir un discurso coherente.
Lo explicaré someramente. Las penas están estrictamente determinadas en el Código Penal. En el ámbito jurídico hablamos de dosimetría penal, pues las sanciones se imponen de manera individualizada, atendiendo a las circunstancias agravantes y atenuantes previstas en la ley y, en última instancia, a las condiciones personales del acusado, que pueden revelar un mayor o menor grado de culpabilidad. Generalmente, el legislador limita mucho los márgenes de las penas, de modo que el juez apenas puede aumentar o reducir la condena. Además, el juez está obligado a motivar en la sentencia por qué impone un castigo mayor dentro de los límites establecidos, quedando su decisión sujeta al control de instancias superiores.
La percepción de la lenidad de la justicia penal a menudo dista de su realidad. No es extraño que quienes se enfrentan a ella la consideren desmedida, mientras que quienes la observan desde fuera la juzgan insuficiente. La clave estriba en comprender que la justicia no es una cuestión de impresiones, sino de normas y garantías fundamentales y, desde luego, de un poco de sentidiño.
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