23 junio, 2025
Dr. José Castillo Sánchez
Catedrático de Medicina de la USC. Fue jefe del servicio de Neurología del CHUS, director del Instituto de Investigaciones Sanitarias de Galicia y asesor de ministros de Sanidad del Gobierno de España. Escritor y conferenciante
El título de estas líneas, tomado de una célebre comedia televisiva española, ha trascendido su origen para convertirse en un lamento popular, un suspiro de hartazgo ante la precariedad, el ruido y la convivencia imposible. Hoy, sin embargo, resuena con una amargura distinta, más profunda y global. “Aquí no hay quien viva” ya no es solo la queja del vecino por las obras del quinto; es el grito ahogado de una humanidad que asiste a la erosión de sus cimientos democráticos, a la crueldad de sus fronteras y a la asfixiante polarización de su debate público. Vivimos en una era de “policrisis”, un término que describe la confluencia de múltiples crisis sistémicas que se retroalimentan, creando una tormenta perfecta. Desde la desesperada odisea de un migrante en el Mediterráneo, hasta la crispación de un debate parlamentario en Madrid, los síntomas de un mismo malestar global se manifiestan con una virulencia que amenaza con hacer de nuestro mundo un lugar, literalmente, inhabitable. Frente a este panorama, cabe preguntarse: ¿hay salida? A lo largo de estas líneas focalizaremos unas reflexiones en algunas de las crisis (entre las muchas que nos rodean) que nos agobian.
La crisis migratoria del siglo XXI. El siglo XXI será recordado, entre otras cosas, como el siglo de los desplazados. Nunca antes en la historia de la humanidad tantas personas se habían visto forzadas a abandonar sus hogares. No es un fenómeno nuevo (en Galicia este recuerdo debería ser más “fresco”), pero su escala, sus causas y sus consecuencias han adquirido una dimensión dramática. Hablamos de una verdadera hemorragia humana que desangra a comunidades enteras y pone a prueba la solidez moral de las naciones receptoras.
Las causas de esta diáspora masiva son un cóctel letal de factores interconectados. En primer lugar, la violencia y las guerras. Conflictos como los de Ucrania, Gaza, Siria, Sudán o Yemen han pulverizado estados, aniquilado economías y convertido la vida cotidiana en una lotería mortal. Millones de personas huyen y no lo hacen en busca de un sueño, sino escapando de una pesadilla muy real de bombas, reclutamientos forzosos y persecución. En segundo lugar, la emergencia climática se ha erigido como un motor implacable de desplazamientos. Sequías que convierten tierras fértiles en desiertos, inundaciones que arrasan pueblos y la subida del mar que amenaza a naciones insulares enteras están creando una nueva categoría de refugiados: los refugiados climáticos.
Las consecuencias de esta crisis son devastadoras. Para quienes emprenden el viaje, el camino es un infierno. El Mediterráneo se ha convertido en una fosa común líquida, y las fronteras terrestres en teatros de una crueldad sistemática
Finalmente, la desesperanza económica y la falta de Estado completan el cuadro. La globalización ha creado islas de prosperidad en un océano de desigualdad. Para un joven de un país con un 80 % de paro juvenil, sin acceso a educación de calidad, ni a un sistema de sanidad funcional, y con un gobierno corrupto e inoperante, la migración no es una opción, es la única salida imaginable. Las consecuencias de esta crisis son igualmente devastadoras. Para quienes emprenden el viaje, el camino es un infierno. El Mediterráneo se ha convertido en una fosa común líquida, y las fronteras terrestres en teatros de una crueldad sistemática. Quienes sobreviven se enfrentan a la explotación de las mafias, a la violencia, y, si llegan a su destino, a un limbo legal y social.
Pero si las causas y las consecuencias son evidentes, la respuesta de las sociedades occidentales ha sido, cuando menos, ambigua. La llegada de grandes flujos migratorios, a menudo de forma desordenada, genera tensiones en los servicios públicos, en el mercado laboral y en la cohesión social. Y es aquí donde la crisis migratoria se convierte en el combustible perfecto para la demagogia. La extrema derecha ha encontrado en el migrante el chivo expiatorio ideal para todos los males: la inseguridad, el paro, la pérdida de identidad cultural. Lo presentan no como una persona que huye del horror, sino como un invasor que viene a robar y a destruir. Esta narrativa del miedo es simple, es potente y, trágicamente, es eficaz. La consecuencia más perniciosa de la crisis migratoria no es solo el sufrimiento de los desplazados, sino la degradación moral de quienes teniéndolo todo deciden cerrarles la puerta.
La figura de Donald Trump no es tanto la causa de esta crisis como su catalizador y su más perfecta encarnación. Su desprecio por las normas institucionales, sus ataques a la prensa, al poder judicial y a los servicios de inteligencia y su retórica incendiaria han normalizado comportamientos que antes eran impensables en un líder occidental
La democracia en riesgo en los Estados Unidos. Durante décadas, Estados Unidos se proyectó al mundo como el faro de la democracia liberal: con sus imperfecciones y contradicciones, su sistema de contrapesos, su respeto a la transferencia pacífica del poder y su robusta libertad de prensa era un modelo de referencia. Hoy, ese faro parpadea peligrosamente, y su crisis interna proyecta una sombra de incertidumbre sobre todo el mundo. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 fue mucho más que un motín; fue la manifestación física de una fractura que llevaba años gestándose. La democracia estadounidense está amenazada por una tormenta de factores que han envenenado su ecosistema político. El principal es una polarización afectiva sin precedentes. Ya no se trata de discrepar en políticas públicas; se trata de una deshumanización del adversario. Los votantes de uno y otro partido no solo no están de acuerdo, sino que se ven mutuamente como una amenaza existencial para la nación. Esta polarización es alimentada por un ecosistema mediático y digital tóxico. Canales de noticias por cable y algoritmos de redes sociales han encerrado a los ciudadanos en burbujas de realidad alternativa, donde los hechos objetivos son reemplazados por narrativas partidistas y teorías de la conspiración. La mentira, especialmente la “gran mentira” del fraude electoral de 2020, ha sido normalizada como herramienta política, erosionando la confianza en el pilar más básico en cualquier democracia: la legitimidad de sus elecciones.
La figura de Donald Trump no es tanto la causa de esta crisis como su catalizador y su más perfecta encarnación. Su desprecio por las normas institucionales, sus ataques a la prensa, al poder judicial y a los servicios de inteligencia y su retórica incendiaria han normalizado comportamientos que antes eran impensables en un líder occidental. Su capacidad para movilizar a una base de votantes que desconfía profundamente de las élites y las instituciones ha creado un movimiento que ve en el autoritarismo una solución viable a sus problemas. El riesgo no es una abstracción. Se manifiesta en la intimidación a trabajadores electorales, en los intentos de subvertir los resultados de las votaciones a nivel estatal y en la creciente aceptación de la violencia política como un medio legítimo. La democracia estadounidense se encuentra en una encrucijada crítica. Si una parte significativa de su población y de su clase política deja de creer en las reglas del juego democrático, el sistema entero puede colapsar. Y las consecuencias serían globales. Un Estados Unidos autoritario o sumido en el caos interno dejaría un vacío de poder que autócratas de todo el mundo, desde Pekín hasta Moscú, estarían encantados de rellenar, acelerando el declive global de las democracias.
La deriva ultraconservadora en Europa. El Viejo Continente, el proyecto de paz y cooperación nacido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, se enfrenta a una fiebre interna que amenaza con devorarlo: el ascenso de la extrema derecha y el populismo ultraconservador. Lo que antes eran movimientos marginales, hoy son fuerzas políticas de primer orden, que gobiernan o son socios clave en países como Italia, Hungría, Finlandia o Polonia, y que representan la principal fuerza de la oposición con aspiraciones de gobierno en Francia y Alemania. Esta deriva ultraconservadora europea comparte un manual de estilo: su discurso se fundamenta en un nacionalismo exacerbado que ve a la Unión Europea no como una solución, sino como un enemigo burocrático que atenta contra la soberanía nacional. Promueven una visión de la sociedad basada en valores tradicionales, atacando los derechos de las mujeres, de las personas LGTBI+ y de las minorías. Su principal catalizador es una retórica antiinmigración feroz, que explota el miedo al “otro” y a la supuesta “islamización” de Europa para ganar adeptos. Además, han sabido explotar un sentimiento de rechazo a las élites políticas y mediáticas “progresistas” a las que acusan de estar desconectadas de la gente común y de imponer una agenda woke que atenta contra el sentido común. Se presentan como los únicos defensores del pueblo frente a una casta corrupta y globalista.
La política se ha convertido en una sucesión de campañas electorales, donde el único objetivo no es gobernar mejor, sino aniquilar al adversario. El fango, el bulo y el lawfare (la utilización de la justicia con fines de persecución política) se han convertido en armas de uso corriente, degradando la calidad del debate público hasta niveles insoportables
Las consecuencias de este ascenso son alarmantes. En algunas naciones ya estamos viendo un retroceso en derechos y libertades, y a nivel global, estas fuerzas amenazan la propia existencia del proyecto de la Unión Europea. Su euroescepticismo, su nacionalismo económico y su falta de solidaridad en temas clave como la migración o la política exterior socavan la capacidad de Europa para actuar como un actor global cohesionado. El Brexit fue el primer gran aviso. La Unión Europea, lejos de actuar como un dique firme frente a esta amenaza, se encuentra en una encrucijada. En muchos casos, ha sido incapaz de ofrecer una respuesta clara y unificada ante los retrocesos democráticos internos. Las sanciones a Hungría o Polonia han sido lentas, tímidas y, en buena medida, ineficaces. Además, los propios partidos conservadores tradicionales han cedido terreno a los postulados de la ultraderecha, incorporando parte de su lenguaje y propuestas en un intento por frenar su ascenso… sin demasiado éxito. Europa se encuentra en una batalla por su alma. La disyuntiva está entre el repliegue nacionalista, xenófobo y autoritario, o la reafirmación del proyecto de una unión basada en la democracia liberal, los derechos humanos y la cooperación.
La asfixiante política española. Nuestro país vive desde hace años en un clima político marcado por la crispación, la fragmentación y una parálisis institucional que ha ido minando la confianza ciudadana en el sistema democrático. La política se ha convertido en una sucesión de campañas electorales, donde el único objetivo no es gobernar mejor, sino aniquilar al adversario. El fango, el bulo y el lawfare (la utilización de la justicia con fines de persecución política) se han convertido en armas de uso corriente, degradando la calidad del debate público hasta niveles insoportables. La polarización entre PSOE y PP, acentuada por la irrupción de nuevos partidos como Vox, Sumar o Podemos, ha configurado un tablero político extremadamente fragmentado, donde los pactos se perciben como traiciones y el adversario es tratado como enemigo. Esta lógica binaria ha contaminado todos los niveles del debate público, desde el Parlamento hasta los medios de comunicación y las redes sociales. La consecuencia es un discurso político cada vez más agresivo, simplista y alejado de las preocupaciones reales de los ciudadanos (desigualdad, desempleo juvenil, vivienda, transición ecológica, digitalización o envejecimiento poblacional).
El conflicto territorial, especialmente en Cataluña, ha sido otro elemento de tensión constante. A pesar del descenso del independentismo, el problema de fondo sigue sin resolverse. Los indultos, las reformas del código penal y la ley de amnistía han generado fuertes divisiones entre quienes ven pasos hacia la reconciliación y quienes lo interpretan como cesiones intolerables ante quienes “rompen España”. La falta de un marco de diálogo duradero y de propuestas políticas de fondo para la cuestión territorial mantiene vivo un conflicto que debería abordarse desde el pacto y no desde el oportunismo electoral.
Las democracias están amenazadas no solo por enemigos externos, sino también por dinámicas internas que las corroen lentamente: la desinformación, el populismo, la instrumentalización del miedo y la pérdida de referentes éticos
A todo ello se suma una desafección creciente hacia la política. La política se vive como un espectáculo agotador, donde la estrategia comunicativa pesa más que la acción real, y donde las promesas electorales se diluyen en la práctica parlamentaria diaria. El uso partidista del Congreso y del Senado, la proliferación de comisiones de investigación sin resultados efectivos y el tono brusco de los debates, contribuyen a esta percepción de inutilidad. Frente a esta situación, el riesgo no solo es la inestabilidad política, sino la erosión silenciosa de la cultura democrática. Cuando la política se vuelve irrespirable, cuando las instituciones pierden su prestigio, y cuando la ciudadanía desconecta, se abre la puerta a la indiferencia cívica o al autoritarismo como falsa solución.
La expresión “aquí no hay quien viva” no es solo un retrato irónico del malestar contemporáneo; es también un grito de alarma. Porque el espacio público, ese lugar compartido donde debería construirse lo común, se ha convertido en una zona de guerra simbólica, donde se grita más de lo que se escucha y se destruye más de lo que se propone. Las democracias están amenazadas no solo por enemigos externos, sino también por dinámicas internas que las corroen lentamente: la desinformación, el populismo, la instrumentalización del miedo y la pérdida de referentes éticos. Frente al cinismo, necesitamos convicción; frente al miedo, solidaridad; frente a la mentira, pensamiento crítico; frente a la indiferencia, compromiso. Porque si de verdad “aquí no hay quien viva”, la salida no pasa por marcharse, ni por encerrarse, sino por transformar ese “aquí” en un lugar más habitable. Y eso solo será posible si entendemos la política, de nuevo, como una tarea de todos.
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