«Los bloqueos internacionales, máxime si van acompañados de acciones militares, no surten efecto sobre la situación de los gobiernos y perjudican gravemente a los pueblos.» – M. Fraga
19 de abril de 2025
Manuel Fraga con Fidel Castro.
13 abril, 2025
La reciente y comentadísima imposición de aranceles por parte del gobierno de Donald Trump ha tensionado las relaciones internacionales hasta puntos insospechados, generando incertidumbre en gobiernos y mercados a nivel global. Esta política, percibida por muchos como agresivamente frontal, anticipa una reconfiguración de los vínculos de Estados Unidos con el resto del mundo, incluyendo a Galicia y España. La situación actual evoca en apariencia un contraste con la historia de las relaciones bilaterales entre ambos países (y por extensión Galicia), que si bien han tenido altibajos, generalmente se han mantenido estables desde la Transición.
La llegada de Trump al escenario internacional se presenta como una ruptura significativa en esta dinámica, aunque, curiosamente, no es la primera vez que la relación entre Galicia y Estados Unidos experimenta tensiones.
La compleja situación actual hace que se nos venga a la memoria de un icónico mandatario gallego carácter único le llevó a emprender una política exterior independiente que desafió en más de una ocasión la línea marcada por la Casa Blanca, ganándose de paso más de un «enemigo»: Manuel Fraga Iribarne.
Imaginar un encuentro entre el impredecible Trump y el frontal Fraga resulta entre fascinante y tragicómico, y de igual forma el panorama actual hace que también resulte inevitable pensar también cómo habría reaccionado un personaje como Manuel Fraga ante estas políticas. Su estilo directo y su disposición a defender los intereses gallegos y españoles, incluso desafiando las directrices de potencias extranjeras como EEUU, hacen imaginar un encuentro hipotético con Trump como un una foto para la galería auténtico choque de trenes entre dos personalidades tan distintas como fuertes y singulares.
Es por eso que hoy rescatamos los mejores episodios del hombre que se enfrentó a Washington desde Compostela y qué pensaría, o qué haría, acerca de este alocado contexto de aranceles y Trump´s.
Víctor Manuel Vázquez Portomeñe y Manuel Fraga
Es imprescindible iniciar este relato sin señalar que, en el tablero de la política exterior española, la figura de Fraga siempre resonó con una nota discordante, un verso suelto que no temía desafinar ante los poderosos dictámenes norteamericanos desde Galicia. Mientras la diplomacia oficial se movía con cautela en el escenario internacional, el entonces presidente de la Xunta de Galicia se erigía como un crítico frontal de los embargos y no dudaba en tender puentes hacia aquellos considerados «enemigos» por Estados Unidos.
Sin ir más lejos, para los miembros de los cuerpos diplomáticos de varias naciones árabes, la postura de Fraga no era una novedad. Percibían en él a una figura atípica dentro de las filas del Partido Popular, un político con la autonomía y la convicción necesarias para cuestionar abiertamente las sanciones impuestas y para aventurarse en visitas a países que se encontraban en la lista negra de Washington. Como así hizo.
Uno de sus primeros «golpes» podría ser el de noviembre de 1996, durante una visita a la República Islámica de Irán. Allí, tal y cómo recogieron los medios de la época, calificó la ley Helms-Burton, legislación estadounidense destinada a endurecer el embargo contra Cuba, como un acto de «imperialismo», marcando una clara distancia con la política exterior defendida por la administración Clinton.
Esa actitud de creciente disidencia por parte del líder gallega se fue consolidando además con el paso de los años, como evidenció la visita del viceprimer ministro iraquí, Tarek Aziz, a Santiago en 1998. En aquel encuentro y tras ser recibido con calidez por el gallego, Aziz, reportaron los medios de la época, extendió una invitación formal para que el mandatario gallego visitara Irak, una nación que ya comenzaba a perfilarse en el horizonte de los singulares viajes de Fraga, evidenciando una hoja de ruta diplomática propia, ajena a las directrices convencionales.
Sin embargo, fue su accidentado, rocambolesco y, a la postre, fallido viaje a Libia en la primavera de 1998 el episodio que mayor leyenda ha generado con el correr de los años. En aquella ocasión, el gallego confirmó del todo su independencia y su carácter nada convencional en el ámbito de las relaciones internacionales cuando intentó, casi que por tierra, mar y aire, entrevistarse con el líder libio Muamar El Gaddafi. Más allá de la magnitud de ambos nombres y de otro encuentro que pudo ser, aquella expedición encabezada por el presidente Fraga pasó a la historia por haber vivido durante poco menos de una semana lo que debió parecerles algo sacado de algún guion de los que circulan por Hollywood.
«Los políticos occidentales no ponen un pie en Libia, un país sometido desde 1992 a un embargo de la ONU, pero Manuel Fraga, como ya hizo en su día con Fidel Castro, vuelve a dar la nota discordante», escribía el diario El País en mayo de 1998.
Según recogen varias crónicas del momento, lo que inicialmente se concibió como una misión de carácter económico, destinada a explorar nuevas oportunidades de negocio para los pilares de la industria gallega –la conservera, la pesquera y la naval–, así como a sondear la posibilidad de un suministro de gas libio para una planta proyectada en Galicia, se transformó en una peripecia casi surrealista, empeorada por las inclemencias del siroco y la elusiva presencia del líder libio.
La nutrida delegación gallega, integrada por una decena de empresarios, otro tanto de alcaldes y varios periodistas, hizo escala inicial en el aeropuerto de la isla tunecina de Djerba, donde, según la anécdota y con su característico tono y sin rodeos, Fraga Fraga convocó a sus acompañantes y les pidió el máximo respeto hacia las costumbres y la cultura local:
Los medios y los testimonios narraron, que la entrada en territorio libio se produjo poco después, atravesando la frontera desde Túnez a bordo de un autobús de dudosa fiabilidad puesto a disposición por el régimen de Gadafi. El trayecto hacia Trípoli se tornó tedioso y polvoriento, agravado por la avería de la bomba de agua y la ausencia de la luna trasera del vehículo, cuyas oquedades habían sido improvisadamente cubiertas con cortinillas. La situación llegó a un punto crítico cuando el siroco, el implacable viento del desierto, se desató en una furiosa tormenta de arena que inutilizó el autobús, amenazando con dejar a la delegación aislada en un mar de dunas infinito. Cuentan también las noticias que fue entonces cuando la pericia mecánica de Manuel Rodríguez, el propietario de los prestigiosos astilleros Rodman Polyships de Vigo, resultó providencial, logrando reparar la avería en medio del alivio y los aplausos del grupo.
El ex presidente Zapataero y el líder libio Muamar El Gaddafi.
Al alcanzar finalmente Trípoli, en plena noche, la delegación gallega se enfrentó a una nueva realidad: la dificultad casi insuperable de establecer contacto con representantes gubernamentales de alto nivel. El paradero de Muamar el Gadafi era un enigma constante, alimentado por su conocido conocido carácter excéntrico y su afición a recluirse en su jaima en los lugares más insólitos del desierto, lo que hacía literalmente imposible su localización. Al día siguiente, la explicación oficial fue que el líder se había desplazado a Yamena, la capital de Chad, para dirigir el «Día de la Oración», aunque para aquel entonces la realidad era que ni siquiera sus propios ministros parecían tener noticias del misterioso nómada Gadafi.
Durante los cinco días de estancia, Manuel Fraga y su delegación fueron objeto de una hospitalidad regia, con todos los gastos cubiertos por el gobierno libio. Sin embargo, el objetivo primordial de la misión, un encuentro con el coronel Gadafi, resultó sencillamente inalcanzable. La reunión de mayor calado que Fraga mantuvo fue con el titular de Turismo, Al Bouthari Salem Huda, mientras que finalmente al quinto día, la paciencia gallego llegó a su límite. Ante la enésima promesa postergada de una posible audiencia con Gadafi Fraga Iribarne zanjó la cuestión con su habitual determinación: «Se acabó la visita. Volvemos a casa». Esa misma tarde, la delegación se encontraba en el aeropuerto de Trípoli, dispuesta a tomar el vuelo de regreso a Santiago de Compostela.
Titular de El País en mayo de 1998.
Este intento fallido de encuentro contrastaba significativamente con las imágenes que sí lograron capturar otros líderes de la política española junto a Gadafi en su fastuosa jaima, un espacio legendario rodeado de un aura de exotismo y poder, custodiado por sus célebres «treinta amazonas vírgenes», seleccionadas por su belleza y sus habilidades en defensa personal. Manuel Fraga, a pesar de su empeño, no pudo compartir una jornada en aquel escenario de las mil y una noches.
Tan y más icónico que el anterior episodio, fueron los que protagonizaron dos líderes que acabaron forjando una suerte de inesperada amistad movida por los vínculos compartidos como, sin ir más lejos, el nexo y el amor por «A nosa terra».
Y es que la relación entre un conservador Fraga y el célebre revolucionario Fidel Castro, además de más de alguna rabieta en Washington, desafió las ideologías para dejar imágenes icónicas. Sus padres, ambos emigrantes de la misma tierra hacia Cuba en busca de fortuna, tejieron un vínculo invisible que el destino se encargaría de hacer florecer. Fraga, quien vivió brevemente en su infancia en la isla, sería en su momento el primero en romper el «hielo diplomático en septiembre de 1991, en un momento de cierta, si bien tensa, normalización entre España y Cuba. Su llegada al aeropuerto de La Habana fue recibida por el propio Fidel Castro, un gesto que sorprendió a la delegación española y que marcó el inicio de una peculiar relación.
El sentimiento galleguista pareció actuar como un potente imán entre ambos líderes. Crónicas de la época relatan cómo, inicialmente con cierta tensión, la conexión se forjó a través de recuerdos compartidos, el humor y las tradiciones de su tierra natal. Se cuenta que Fraga se emocionó al visitar su antigua casa familiar, reviviendo memorias de su infancia cubana, así como que la relación se estrechó hasta el punto de que Fidel Castro elogió públicamente la experiencia y el conocimiento de Fraga en asuntos económicos y políticos.
La reciprocidad de este vínculo se materializó en julio de 1992, cuando Fidel Castro realizó su primera visita oficial a España, con Galicia y Manuel Fraga como protagonistas destacados de su agenda, que les llevó a compartir una legendaria jornada en nuestra capital compostelana. Tras participar en la Cumbre Iberoamericana y visitar la Expo 92 en Madrid, el líder cubano viajó a Láncara, en Lugo, la tierra natal de su padre. Allí, Fraga lo recibió como a un jefe de Estado, brindando por «la independencia y progreso de Cuba». La jornada se convirtió en una celebración de la cultura gallega, con pulpo á feira, empanada, queimada y hasta partidas de dominó.
La «audacia» diplomática de Fraga y su falta de sintonía con Washington, no estuvo ni mucho menos exenta de críticas y controversia. Esta aproximación a regímenes sancionados por Estados Unidos, como Cuba e Irak, generó incomodidad en ciertos sectores de la política española, incluyendo al gobierno de José María Aznar, quien incluso llegó a expresar cierto malestar por estas iniciativas paralelas.
«Los bloqueos internacionales, máxime si van acompañados de acciones militares, no surten efecto sobre la situación de los gobiernos y perjudican gravemente a los pueblos.» – M. Fraga
A pesar de estas reacciones adversas a toda aquella peculiar política exterior gallega, Fraga, con pasado como diplomático, mantuvo una coherente línea de pensamiento respecto a ciertos puntos dentro del panorama político y económico. El gallego se caracterizó por su defensa de los intereses nacionales y regionales, su crítica a los bloqueos económicos por considerarlos perjudiciales para la población civil, así como esta tendencia a desafiar las políticas impuestas por potencias extranjeras cuando las consideraba injustas o contrarias a los intereses de España y Galicia.
Es por eso que, más allá de la necedad que puede llegar a ser el aventurar algo así, uno puede imaginarse a un ex presidente para el que los comentados aranceles, impuestos de manera unilateral y a generando tensiones con aliados tradicionales, serían vistos como medidas proteccionistas perjudiciales para el comercio internacional y, potencialmente, para los intereses económicos gallegos, tal como en su momento criticó las políticas de embargo de Estados Unidos hacia otros países.
Con su peculiar diplomacia y estilo, Fraga ya puso en aprietos a más de un inquilino de la Casa Blanca y seguramente, al ver el panorama, este se habría encogido de hombros quizás exclamando después algo así como «¡Ya están otra vez los yanquis con sus inventos…!»., aunque quién sabe…
Quién sabe. Con todo, tras la sorna se intuye que el ex presidente buscaría, con su particular manual, esa defensa de los intereses gallegos, buscando resquicios, acuerdos o alianzas para que las latas de conserva, los vinos, la automoción o los barcos pesqueros gallegos no corran peligro, aranceles o no.
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