31 enero, 2025
Los seres humanos sentimos una necesidad intrínseca de relacionarnos con otros; desde el nacimiento, buscamos el contacto social y emocional para nuestro desarrollo. La vida en sociedad ha sido clave para nuestra supervivencia y evolución y las interacciones sociales moldean nuestra identidad y nos proporcionan un sentido de pertenencia a grupos y comunidades. A través de la cooperación y la colaboración hemos logrado grandes avances y construido civilizaciones complejas. Gran parte de nuestro conocimiento y habilidades se adquieren a través de la interacción social. La cultura, las normas y los valores se transmiten de generación en generación. Comprender que somos seres sociales nos debería ayudar a reconocer la importancia de las conexiones con los demás y a ponernos en el lugar de los otros para comprender sus perspectivas, trabajar juntos para crear sociedades más justas y equitativas y buscar soluciones pacíficas a través del diálogo y la negociación. Sin embargo, la cohesión social, es decir, el grado en que los miembros de una sociedad se sienten conectados y unidos, se enfrenta a muchos desafíos, influenciada por factores globales, sociales, económicos y tecnológicos. Las grandes brechas económicas generan resentimiento y polarización; la desigualdad en el acceso a la educación, la salud y las oportunidades laborales dificulta la construcción de sociedades cohesionadas.
«La difusión rápida de noticias falsas y la manipulación de la información erosionan la confianza en las instituciones y en los demás»
Si bien la diversidad cultural enriquece a las sociedades, también puede generar tensiones y conflictos si no se gestiona adecuadamente; la migración, tanto interna como internacional, plantea desafíos en términos de integración y cohesión social. La polarización política extrema dificulta el diálogo y el consenso, lo que debilita los lazos sociales y la confianza en las instituciones y, de forma importante, el individualismo creciente debilita los lazos comunitarios y el sentido de pertenencia a un grupo. Las redes sociales han revolucionado la forma en que nos comunicamos e interactuamos, pero su impacto en los lazos sociales es complejo y multifacético; por un lado, han facilitado la conexión y la creación de comunidades en línea, pero, por otro, han contribuido a la polarización y la fragmentación social. Los algoritmos de las redes sociales y de los medios de comunicación tienden a mostrarnos información que confirma nuestras creencias preexistentes, creando burbujas informativas que dificultan el diálogo y la comprensión de otras perspectivas, amplifican las divisiones sociales y políticas. La difusión rápida de noticias falsas y la manipulación de la información erosionan la confianza en las instituciones y en los demás. Curiosamente, las redes sociales facilitan el aislamiento social; aunque conectan a las personas virtualmente, su uso excesivo desplaza las interacciones cara a cara, generando sentimientos de soledad y aislamiento.
«El corporativismo perverso es una deformación del modelo corporativo tradicional, donde los intereses de grupos específicos, a menudo poderosos y elitistas, se anteponen al bien común»
El corporativismo, históricamente, ha sido propuesto como una forma de organizar la sociedad que buscaba fomentar la cohesión social al basarse en la representación de grupos sociales y económicos específicos. Sin embargo, su implementación y los resultados obtenidos han sido variados y, en muchos casos, controvertidos. Por un lado, al agrupar a los individuos en corporaciones, se busca que sus intereses sean representados de manera más efectiva en la toma de decisiones y promover el diálogo y la negociación entre los diferentes sectores sociales, lo que debería llevar a acuerdos más equitativos y consensuados, reduciendo los conflictos sociales y laborales. Sin embargo, el corporativismo puede limitar la democracia representativa al privilegiar a grupos organizados sobre los individuos, convirtiéndose así en un sistema rígido y poco adaptable a los cambios sociales y económicos que puede perpetuar las desigualdades existentes. Históricamente, el corporativismo se ha asociado con regímenes autoritarios, como el fascismo, que han utilizado esta ideología para controlar y manipular a la sociedad. En conclusión, el corporativismo como forma de cohesión social es una idea compleja, con tanto potencial como riesgos. Si bien puede fomentar el diálogo social y la representación de intereses, también puede limitar la democracia y perpetuar las desigualdades. El éxito del corporativismo depende de cómo se implemente y de las condiciones sociales y políticas en las que se desarrolle.
El corporativismo perverso es una deformación del modelo corporativo tradicional, donde los intereses de grupos específicos, a menudo poderosos y elitistas, se anteponen al bien común. En lugar de promover el diálogo y la negociación entre diversos actores sociales, el corporativismo perverso se convierte en un mecanismo de control y privilegio para unos pocos. El corporativismo perverso representa una grave amenaza para la democracia; al privilegiar los intereses de grupos corporativos, los ciudadanos pueden sentirse menos representados; se fomentan las prácticas corruptas, se limita la competencia, se excluye a la sociedad civil de la toma de decisiones y se genera resentimiento y polarización social, dificultando el consenso y la construcción de una sociedad más justa y equitativa. En casos extremos, el corporativismo perverso puede llevar a la violación de los derechos fundamentales, como la libertad de expresión y asociación, si estos derechos entran en conflicto con los intereses de los grupos corporativos. El corporativismo perverso se entrelaza con una amplia gama de fenómenos sociales, desde el populismo y el neoliberalismo hasta la corrupción y la desigualdad.
«Algunas profesiones clásicamente corporativistas, como los médicos o los funcionarios públicos, en la actualidad han perdido gran parte de esa connotación negativa»
La sociedad actual presenta una mezcla de elementos corporativistas (sindicatos, cámaras de comercio, organizaciones profesionales) y anticorporativistas (individualismo, movimientos sociales que defienden los derechos individuales, legislación antimonopolio), pero tenemos una tendencia a defender a los de nuestro gremio, por compartir la identidad, tener intereses profesionales y económicos similares, por sentido de pertenencia a un grupo, por reciprocidad y porque unidos fortalecemos el grupo y aumentamos nuestro poder de negociación. Por fortuna, en la actualidad, el corporativismo clásico está controlado por la diversidad de intereses y de grupos de presión que dificultan la formación de fuertes corporaciones homogéneas, por la valoración de la autonomía individual y por la globalización que ha debilitado el poder de las corporaciones nacionales y ha fragmentado los intereses de los trabajadores. Algunas profesiones clásicamente corporativistas, como los médicos o los funcionarios públicos, en la actualidad han perdido gran parte de esa connotación negativa.
«La tolerancia de la jerarquía (religiosa) fomenta una cultura de silencio y complicidad entre sus miembros, lo que crea una red de protección que dificulta la denuncia y el castigo de los abusadores»
En la medicina, los colegios médicos no representan a la totalidad del colectivo (aunque, de forma difícilmente compresible, la legislación actual sigue obligando a la colegiación para el ejercicio de la profesión) y las principales críticas contra la mala práctica suelen surgir de los propios médicos, así como de sindicatos profesionales; por otra parte, los colegios médicos han perdido mucho poder en la negociación con la administración y en ocasiones defienden posturas que no son asumidas por los propios colegiados. Procesos parecidos influyen en corporaciones más o menos representativas de algunos funcionarios públicos. En otras ocasiones, el corporativismo está muy controlado por la ley, como en el caso de la Policía o de las Fuerzas Armadas, lo que le resta capacidad representativa y de presión. Dejando aparte a los partidos políticos que podrían considerarse como potentes corporaciones de intereses, más que de ideas, que necesitarían una discusión y tratamiento muy diferenciales, en España existen tres grandes corporaciones que incurren con demasiada frecuencia en prácticas nefastas: los clérigos y religiosos, las profesiones jurídicas y los empresarios y directivos de grandes empresas. Estas corporaciones, con estructuras jerárquicas que favorecen la obediencia y la lealtad al grupo, desarrollan culturas muy cerradas, donde la crítica externa es vista como una amenaza, presentan un alto grado de discrecionalidad en su trabajo y la protección de la imagen pública de la profesión deviene en malas prácticas.
La tolerancia de la jerarquía católica ante los casos de pederastia es una forma de corporativismo perverso. Al encubrir o minimizar los casos de pederastia, la jerarquía está poniendo la protección de la institución por encima del bienestar de las víctimas y de la sociedad en general, en un claro ejemplo de cómo los intereses de grupo prevalecen sobre los derechos individuales. Al ocultar estos casos, los obispos buscan proteger su imagen pública y evitar escándalos que pueden minar su autoridad, lo que revela un interés egoísta por mantener el poder y el prestigio. Además, la tolerancia de la jerarquía fomenta una cultura de silencio y complicidad entre sus miembros, lo que crea una red de protección que dificulta la denuncia y el castigo de los abusadores. La tolerancia ante la pederastia es un ejemplo de cómo el corporativismo puede degenerar en una forma de corrupción que protege a los poderosos a costa de los más vulnerables.
Otro ejemplo lamentablemente actual es la defensa que las asociaciones de jueces hacen de comportamientos cuestionados de algunos magistrados, una defensa que también puede ser interpretada como una forma de corporativismo perverso. Al defender a un juez acusado de mala praxis, las asociaciones están poniendo la imagen y la unidad de la judicatura por encima del derecho de las víctimas a obtener justicia. Estas asociaciones muestran una falta de transparencia al investigar las denuncias, lo que genera desconfianza en la ciudadanía. La defensa a ultranza de los jueces puede interpretarse como un intento de mantener el poder y la influencia de la judicatura, y al proteger a los jueces cuestionados se puede generar una cultura de impunidad que dificulta la denuncia de malas prácticas y la depuración de la institución. Demostrar la existencia de un corporativismo perverso de los empresarios y directivos de grandes empresas solo necesita le lectura de las primeras páginas de cualquier medio de comunicación, independientemente de su ideología, en relación con el nombramiento del nuevo Gobierno de los Estados Unidos de América. Esta forma de corrupción de las empresas que lleva a prácticas anticompetitivas y a la explotación de trabajadores nunca ha sido tan explícita e impúdica.
«Otro ejemplo lamentablemente actual es la defensa que las asociaciones de jueces hacen de comportamientos cuestionados de algunos magistrados, una defensa que también puede ser interpretada como una forma de corporativismo perverso»
El vestido cumple con dos funciones básicas: protegernos de las condiciones climáticas y cubrir las partes del cuerpo que, por pudor, no se exhiben en público. Pero, también, la manera de vestir transmite información sobre la propia persona y comunica determinados aspectos de su personalidad, por lo que es una forma de comunicación no verbal. A lo largo de la historia, el vestido era una forma de expresar el estrato social y profesional al que se pertenecía. En las épocas más recientes, el componente corporativista del vestido ha ido desapareciendo, sustituido en la mayor parte de los casos por vestimentas profesionales con función práctica: bien para proteger al trabajador (o al paciente en el caso de las profesiones sanitarias), bien por razones de identificación, higiene o funcionalidad.
Sin embargo, solamente dos grupos corporativistas mantienen una vestidura simbólica, sin ninguna utilidad práctica. Es cierto que los académicos, muy ocasionalmente, también las utilizan, pero solo como recuerdo histórico de lo que en otras épocas pudo tener algún significado. La Iglesia y el sistema judicial utilizan vestimentas específicas para denotar autoridad, santidad o imparcialidad. Estas vestimentas, a menudo elaboradas y distintivas, han sido asociadas con un estatus social elevado y han servido para diferenciar a quienes las llevan de la población general. Además, estos colectivos exigen un trato respetuoso, a menudo acompañado de fórmulas específicas y formales. Las fórmulas verbales y las vestimentas crean una barrera social, sugiriendo que quienes las llevan pertenecen a una clase superior o tienen un acceso privilegiado a ciertos conocimientos o poderes, perpetúan estructuras sociales jerárquicas y condicionan una percepción de distanciamiento entre quienes las usan y la población a la que sirven, lo que puede socavar la confianza y la legitimidad. A la vista de lo que está pasando, ojalá que estas vestimentas no queden en simples disfraces. Incluso el papa Ratzinger (Benedicto XVI) dejó dicho que «ante la injusticia no debemos permanecer indiferentes, siendo conniventes o incluso cómplices».
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