28 junio, 2025
Magistrado de la Audiencia Provincial de A Coruña
Fue en A Coruña, hace ya más de una década. Yo era entonces juez de lo penal y me correspondió enjuiciar a uno de los autores del asalto a una joyería, un caso que tuvo cierto eco en la ciudad. Dos hombres, uno de ellos ruso, disfrazados casi como caricaturas de gánster —gabardinas, sombreros y gafas oscuras— irrumpieron armados con pistolas simuladas en el local, intimidaron a las empleadas y salieron con un botín de más de cien mil euros. Uno escapó; el otro no tuvo tanta suerte. Varios ciudadanos valientes lo retuvieron entre disparos de fogueo y lo entregaron a la Policía. A ese segundo, el detenido ruso, fui yo quien lo juzgó.
Aún recuerdo con claridad su actitud ante el tribunal. Aquel hombre, de unos cincuenta años, pidió comparecer con una corbata. No la traía consigo, pero su compañero de celda le prestó una. No era elegante ni costosa, pero le bastaba. Me impresionó ese gesto. No pedía indulgencia ni pretendía engañar a nadie; de hecho, reconoció expresamente los hechos con voz muy firme y aceptó una condena de cinco años y medio de cárcel. Pero quiso presentarse con dignidad ante la justicia y asumir, con gallardía, las consecuencias de sus actos.
Hoy está de moda despreciar las formas tradicionales, como si fueran mera apariencia, reliquias de una moral obsoleta. Es muy español, por cierto, despreciar las tradiciones —aunque, de algún modo, la fuerza de las costumbres nos siga atando, como lecciones mal aprendidas.
Desde que ejerzo mi profesión, he podido constatar que, cada cierto tiempo, hay oleadas de cargos públicos entrando y saliendo de los tribunales por delitos vinculados a la corrupción. Proceden de distintas ideologías, pero todos comparten un mismo designio: el enriquecimiento ilícito. Ignoro en qué puede fundarse la pretensión de superioridad moral de unos sobre otros, cuando su conducta resulta tan parecida.
En una entrevista que concedí en 2013 a un medio de comunicación, afirmé que entonces estábamos pagando las consecuencias de haber bajado la guardia contra la corrupción. Doce años después, sigo viendo desfilar por los juzgados a políticos, empresarios y personajes ilustres, acompañados de ruedas de prensa, entradas por garajes, rostros altivos y discursos de inocencia ofendida. Mi diagnóstico, hoy, es más grave. No se trata de una crisis coyuntural de nuestro sistema democrático, sino de una enfermedad más profunda, sedimentada lentamente en nuestra historia reciente, que ha cristalizado en una serie de patrones culturales o folksways —hábitos sociales no escritos pero interiorizados— muy poco compatibles con una legalidad que, quizá, aún se percibe como una imposición externa.
Por si fuera poco, las sucesivas reformas procesales y orgánicas impulsadas desde el poder ejecutivo están diseñadas no para mejorar la administración de justicia, sino para sumirla en un marasmo. Para impedir toda reacción eficaz. Para anestesiar cualquier intento de control. No parece, en ese contexto, descabellado pensar que lo que se intenta imponer es una suerte de versión moderna de la ley 218 del Código de Hammurabi: cortar las manos al médico que se atreve a intervenir a un noble sin lograr curarlo.
Se avecinan tiempos de excepción —ayer la amnistía sedicentemente constitucional; la próxima semana los jueces estamos convocados a la huelga— en los que resulta inútil predicar principios. Pero, ya que muchos comparecen ante los juzgados con corbata, propongo que imiten también la actitud de aquel acusado ruso: reconocer lo que se ha hecho mal a sabiendas, más aún cuando el daño causado afecta a toda la sociedad.
Porque, a veces, el delincuente común enseña más sobre la dignidad y el respeto al orden que quienes se escudan tras la prosapia del cargo de representación.
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