15 agosto, 2024
EN SU OPINIÓN
Dr. José Castillo Sánchez
Leer diariamente la prensa es un ejercicio que requiere un notable grado de valentía, incluso teniendo presente que no existen medios de comunicación aceptablemente imparciales y que solemos hojear las cabeceras que nos son más cómodas y afines a nuestros pensamientos. La agresividad, la violencia y el fundamentalismo del «solo yo tengo la razón» ocupan el papel y los medios digitales. Impera la destrucción del contrario porque el contrario dinamita la convivencia y la sagrada e inviolable Constitución, carta que, además de magna, ha permanecido impasible a los profundos cambios que ha sufrido la sociedad española durante los últimos cincuenta años. Para tan magno cometido cualquier medio es útil: la difamación y la manipulación no serán éticas, pero sí eficaces. Todo ello potenciado por la ignorancia del que lo dice, cuestión que ya advirtió Mafalda cuando declaró que «el problema de las mentes cerradas es que siempre tienen la boca abierta».
Si creemos que somos el resultado de la actividad cerebral, el panorama actual se presenta terriblemente trágico y desesperanzador, ya que supondría que en la sociedad abundan los cerebros enfermos. A simple vista, nuestros pensamientos, emociones y acciones surgen de la actividad eléctrica y química en el cerebro. Sin embargo, esta perspectiva plantea interrogantes profundos sobre la naturaleza de la conciencia, la identidad y la libre voluntad. El cerebro es, sin duda, un órgano fundamental para la mente, pero no es el único factor que influye en nuestra experiencia subjetiva. Aspectos como la cultura, las relaciones sociales y las experiencias personales también desempeñan un papel crucial en la configuración de nuestra identidad. Si bien la evidencia científica apunta a una estrecha relación entre el cerebro y la mente, aún queda mucho por descubrir sobre la naturaleza de la conciencia y la relación entre el cuerpo y la mente. ¡Menos mal!
El cerebro procesa la información que recibimos, controla nuestras acciones, regula las emociones, almacena los recuerdos y nos permite adquirir nuevas habilidades y conocimientos. Pero cada uno de nosotros puede engañar a su cerebro y, entre otras situaciones, al practicar una nueva habilidad, estamos literalmente «engañándolo» para que cree nuevas conexiones neuronales y modifique sus patrones de actividad. Sin embargo, engañar al cerebro no es lo mismo que mentirnos a nosotros mismos. Cuando mentimos, se produce una serie de activaciones en diferentes áreas cerebrales. La amígdala se activa y genera una sensación de culpa o vergüenza; pese a ello, si la persona miente con frecuencia, esta respuesta va disminuyendo y la mendacidad se vuelve más asumible. La corteza prefrontal se encarga de planificar las mentiras y de mantener una versión coherente de la historia, y el hipotálamo se activa al recordar las verdades y al construir las mentiras. La mentira habitual puede tener consecuencias a largo plazo en el cerebro, reduciendo la actividad de la amígdala. Esto conduce a una disminución de la sensación de culpa y remordimiento, haciendo que la persona se sienta más cómoda en la insinceridad. Los mentidores habituales desarrollan una mayor conectividad entre diferentes áreas del cerebro, lo que les permite construir historias más elaboradas y convincentes. Asimismo, la mentira frecuente afecta a la capacidad de distinguir entre lo veraz y lo inveraz, lo que puede llevar a una toma de decisiones menos racional. Además, las mentiras frecuentes incrementan los niveles de algunos neurotransmisores, como la dopamina, la serotonina y la noradrenalina, generando satisfacción a corto plazo, dificultad para controlar los impulsos y ansiedad.
«El cerebro procesa la información que recibimos, controla nuestras acciones, regula las emociones, almacena los recuerdos y nos permite adquirir nuevas habilidades y conocimientos. Pero cada uno de nosotros puede engañar a su cerebro y, entre otras situaciones, al practicar una nueva habilidad»
La capacidad de los seres humanos para creerse sus propios engaños es un fenómeno demasiado habitual. La presión social puede influir en nuestra percepción de la realidad; si un grupo de personas cree en una mentira, es más probable que nosotros también la adoptemos para encajar y ser aceptados. La repetición de una falsedad, especialmente si proviene de una fuente de autoridad, puede hacer que creamos en ella como si fuera verdad. En otras ocasiones, mentimos para proteger nuestra autoestima y también tendemos a buscar y recordar información que confirme creencias preexistentes, incluso si son falsas. A pesar de que el engaño socava la relación entre las personas y abre una puerta para justificar otras situaciones, en una espiral de deshonestidad, tiende a ser bien tolerado socialmente y es utilizado con frecuencia como herramienta para obtener una ventaja al negociar. En este escenario habitual emerge el cerebro disociado, un estado mental en el que experimentamos una desconexión entre la realidad que nos rodea y aquello que conforma la identidad propia: pensamientos, sentimientos, recuerdos. Esta disociación cerebral nos despersonaliza y cuestiona como individuos.
La mentira en política es una constante histórica. Desde los oradores clásicos hasta los líderes actuales, la manipulación de la información y la falsedad han sido utilizadas como herramienta para obtener poder e influir en la opinión pública. La repetición constante de una mentira, la utilización de mentiras simples, las mentiras que apelan a las emociones y el control de la narrativa para limitar el acceso a la información que contradiga sus mensajes, son los medios con los que los políticos gestionan las mentiras. Las posibles razones por las que demasiados políticos pueden ser irresponsables, mentir y engañar, son una realidad que ha sido observada a lo largo de la historia y en diversas culturas. Entre ellas, la búsqueda de poder y el deseo de mantenerlo, los intereses personales y los de los grupos de presión a los que pertenecen; la ambición, el narcisismo, el propio sistema político que puede fomentar comportamientos poco éticos y la misma naturaleza de la política, que acaba convirtiéndose en un juego de poder en el que se utilizan tácticas persuasivas y retóricas para manipular a la opinión pública y desacreditar a los oponentes. No todo vale para conseguir un fin. La mentira tiene un alcance limitado y, a corto plazo, socava la confianza de los ciudadanos en las instituciones y en los políticos, exacerba las divisiones sociales y políticas y tiene consecuencia negativas para la sociedad, polarizando las actitudes y comportamientos y quebrantando los principios fundamentales de la democracia.
«La mentira en política es una constante histórica. Desde los oradores clásicos hasta los líderes actuales, la manipulación de la información y la falsedad han sido utilizadas como herramienta para obtener poder e influir en la opinión pública»
Existen dudas fundadas acerca de la inacción de quienes deberían vigilar las reglas del juego de la actividad política. El sistema judicial actúa con contundencia en el caso de delitos civiles (incluso aunque fueran humanamente disculpables), pero no siempre castiga (o casi nunca lo hace) a un político que difama a otro con acusaciones falsas. Se escudan en la libertad de expresión, en el interés público, en la protección de los medios de comunicación y en la complejidad de las pruebas. Sin embargo, estos procesos judiciales están mediatizados por intereses políticos que pueden llevar a que se tomen decisiones que no siempre se ajustan a la ley. A pesar del endiosamiento de sus señorías, la justicia se percibe como injusta y subjetiva. El acceso no es igual para todos y los jueces pueden estar influidos por prejuicios y estereotipos. La falta de transparencia, la complejidad del sistema legal, la corrupción y la lentitud de los procesos, también son motivos de la mala imagen del sistema judicial. Habría que añadir el corporativismo –causa de importantes pérdidas de imparcialidad–, la opacidad, la resistencia a los cambios y una progresiva desconfianza ciudadana. Resulta preocupante que una persona que acaba de superar con éxito una oposición ya sea inmediatamente responsable de decisiones que pueden afectar irreversiblemente a las personas. No parece viable que la sociedad permitiese que un médico recién licenciado tuviese responsabilidades exclusivas para decisiones diagnósticas y terapéuticas tras aprobar el examen MIR.
Lawfare, la guerra disfrazada de justicia, es un término que designa una relación peligrosa entre jueces y políticos y que cuestiona la imprescindible imparcialidad de nuestro sistema judicial. En primer lugar, llama poderosamente la atención el rechazo que el término y el concepto tienen en la judicatura; es curioso que los jueces que se asocian en agrupaciones conservadoras o progresistas no acepten que la sociedad pueda sospechar que esa ideología manifiesta influya en sus decisiones profesionales. De todas formas, es tan obvio que poco importa que lo nieguen o falseen. Evidencias de la existencia de lawfare aparecen con excesiva frecuencia en cualquier medio de comunicación, los cuales también participan en ese sesgo de opinión. El lawfare se manifiesta como acoso judicial, multiplicando las demandas y denuncias contra un individuo para dañar su reputación. Se utiliza instrumentalmente el sistema judicial para bloquear iniciativas políticas o paralizar la gestión de un gobierno y se difunden acusaciones falsas o exageradas a través de los medios para desacreditar a un adversario o influir en la toma de decisiones de jueces y fiscales. El lawfare debilita la democracia, genera inseguridad jurídica y viola derechos humanos fundamentales. El equilibrio entre independencia y responsabilidad es un desafío constante. Por un lado, es necesario garantizar que los jueces actúen de forma imparcial y objetiva, pero que a su vez sean responsables de sus actos y puedan ser sometidos a control.
«Es curioso que los jueces que se asocian en agrupaciones conservadoras o progresistas no acepten que la sociedad pueda sospechar que esa ideología manifiesta influya en sus decisiones profesionales. De todas formas, es tan obvio que poco importa que lo nieguen o falseen»
Vivimos una realidad disociada que no logra conjugar la realidad con lo percibido. Parece que todo vale, pero comprobamos que esa actitud no ayuda en nada. Ya que estamos aquí, tenemos la obligación de impedir que políticos y jueces alteren la convivencia y polaricen la sociedad. En tiempos de crisis, las personas inteligentes buscan soluciones; las inútiles, por su parte, buscan y señalan culpables.
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