
7 junio, 2025
Alejandro Morán Llordén
Magistrado de la Audiencia Provincial de A Coruña
Dudo profundamente de que la idea agustiniana de que «nosotros somos el tiempo» —y que, por tanto, siendo mejores también lo serán los tiempos— sirva realmente para transformar la realidad. Basta una mirada a la historia para entender que fenómenos como la violencia humana son persistentes. Ante ello, solo valen respuestas racionales, prácticas y decididas.
Tomemos como ejemplo el largo periodo conocido como la Reconquista, desde el siglo VIII hasta la caída de Granada en 1492. Aunque algunos defiendan la convivencia pacífica entre judíos, moros y cristianos, la realidad fue mucho más cruda. La violencia fue una constante en las relaciones entre los diferentes pueblos.
Recordemos la expedición de Almanzor del año 997, que saqueó Santiago de Compostela, destruyendo su catedral y llevándose, según la leyenda, su campana mayor, cargada a hombros por prisioneros cristianos. No cabía duda de su objetivo: erradicar el cristianismo de esta tierra, sembrando el terror mediante la destrucción de sus símbolos más sagrados.
Durante siglos, las incursiones fronterizas musulmanas fueron frecuentes y devastadoras. Las algaras, rápidos ataques de caballería ligera, arrasaban pueblos enteros. En esta manera de combatir destacaron los temibles almogávares musulmanes (también los hubo cristianos), guerreros ágiles y despiadados, que obligaron a sus víctimas a desarrollar estrategias defensivas cada vez más eficaces.
En el siglo XIV, en la frontera difusa entre Castilla y Granada, los pobladores cristianos idearon una respuesta legal a esta violencia: surgieron los «fieles del rastro», hombres fuertes, rápidos y expertos en el terreno que, bajo juramento, perseguían incansablemente a los saqueadores hasta capturarlos. Su única recompensa era la exención de ciertos impuestos; les bastaba con cumplir su deber. Incluso cruzaban la frontera musulmana para entregar a los culpables ante el juez del concejo atacado.
Cuenta la tradición que, para escapar de estos fieles, los agresores llegaron a sustituir las herraduras de hierro de sus caballos por otras de esparto, pero aquellos hombres hacían honor a su nombre y nunca perdían el rastro. Este cuerpo fronterizo, nacido del pueblo, fue reconocido oficialmente por el rey Juan I de Castilla, quien le otorgó carácter institucional.
Hoy, siglos después, los desafíos no han cambiado tanto. Nuestros fieles del rastro modernos son la Policía Nacional y la Guardia Civil. También ellos siguen huellas, con frecuencia digitales, invisibles, y ocultas, para identificar y detener a quienes violan la ley. Igual que entonces, no descansan hasta cerrar el círculo.
Los delitos violentos actuales, como las antiguas algaras, suelen ser ataques sorpresivos llevados a cabo por bandas organizadas. En la delincuencia tecnológica abundan mercenarios tan crueles como aquellos almogávares, y los delitos de corrupción tienen motivaciones tan despreciables como esos antiguos ataques.
Nuestros agentes, vestidos con uniformes azules y verdes, se dedican diariamente a seguir el rastro que conduce al delincuente. Nunca abandonan su tarea, por difíciles que sean las circunstancias. Hay que subrayar que, al igual que los fieles del rastro medievales, ni la Policía Nacional ni la Guardia Civil actúan movidos por el deseo de venganza, sino por un objetivo más noble y racional: llevar ante el juez al responsable que señalan las pruebas.
Un inspector jefe de Policía Nacional me relató que un día, desde su casa, vio en televisión un reportaje sobre el centro de Madrid. En un plano fugaz entre la multitud reconoció a un fugitivo reclamado por delitos graves. No dudó: llamó de inmediato a la comisaría correspondiente y activó el protocolo. Horas después, aquel delincuente era detenido. Como los fieles de antaño, había seguido un rastro invisible pero certero. La diferencia entre capturar a un criminal o dejarlo escapar radica, muchas veces, en ese celo silencioso que no enseñan los manuales.
Llevo casi treinta y cinco años trabajando como magistrado junto a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, y me siento profundamente orgulloso de su labor. La presencia constante de nuestros agentes, velando por la frontera de la ley, garantiza nuestra seguridad, contiene la violencia y reafirma el imperio de la legalidad. Todos, cuando la situación lo exige, agradecemos tener cerca a un uniformado.
En España, sin embargo, pocas veces el poder ha sabido valorar como se merece a quienes le sirven con fidelidad. Ya lo advirtió Alonso Fernández Coronel antes de ser ajusticiado por orden del rey Pedro I: «Esta es Castilla, que face a los omes… e los gasta».
Conviene, pues, no olvidarlo. Hoy, igual que ayer, necesitamos a nuestros fieles del rastro. No permitamos que, por interés de unos pocos, por dejadez o cobardía, sean otra vez los almogávares quienes impongan su ley a ambos lados de la raia.
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