5 enero, 2025
Las grandes oleadas migratorias que arribaron a Argentina desde mediados del siglo XIX fueron sacando a la luz graves problemas estructurales de alojamiento y servicio para los recién llegados: hacia 1830, los pioneros eran hospedados en cómodas casas de familia, donde se les brindaba atención y comida mientras buscaban oportunidades de trabajo. Sin embargo, el rápido crecimiento del caudal de arribos aumentó la demanda de residencias públicas para aquellos que bajaban de los barcos con mínimos recursos económicos, poniendo al Estado en la obligación de abrir nuevos asilos.
La necesidad de construir un alojamiento digno para todos los extranjeros arribados se hizo aún más visible durante la epidemia de cólera de 1873, que dejó un saldo de 1000 muertos en apenas cuatro meses. La burguesía pretendía culpar del desastre a los inmigrantes, que fueron acusados de tener pocos cuidados en su higiene personal y contribuir al contagio generalizado; desde entonces se comenzó a proyectar un gran complejo que ordenara y regulara a los recién llegados desde el momento del desembarco, incluyendo el tan ansiado hotel general.
Estaba planificado como un establecimiento “destinado a atraer, modelar y entregar al país una población para elevarse al nivel más floreciente”, con planificación para la inserción laboral y un hotel para alojar y distribuir a todos los llegados de manera gratuita. La idea era llamar la atención en Europa con un método de propaganda exhibiendo lo que Argentina (en ese entonces) podía ofrecer: trabajo y progreso. Y aunque no faltaron excusas como la falta de predios disponibles, el proyecto se fue postergando porque parte de la sociedad se oponía a la construcción de un “palacio para pobres” provenientes de Europa.
Tras el acuerdo entre el Estado y los capitalistas necesitados de mano de obra, la construcción del complejo definitivo comenzó en 1906, coincidiendo con el movimiento masivo de inmigrantes se dió a principios del siglo XX, en su inmensa mayoría gallegos y del sur de Italia. El conjunto de edificios estaba situado en el actual Puerto Madero, a orillas del Río de la Plata. En el complejo, además del hotel y el desembarcadero, funcionaba una oficina de trabajo, otra de correos y equipajes, un hospital y una sede del Banco Nación. Y fundamentalmente, la dependencia de la Dirección Nacional de Migraciones, que le reconocía por ley la categoría de “inmigrante” a todas las personas que arribaran viajando en segunda y tercera clase.
Con la llegada de cada barco, se realizaba a bordo el control sanitario a cargo de una comisión médica, para registrar que no bajaran pasajeros con enfermedades de gravedad o contagiosas: también tenían prohibida su entrada los “dementes, inválidos o mayores de 60 años”. Una junta de visita comprobaba la documentación ofrecida por los viajeros y tras ello, el capitán ofrecía a las autoridades nacionales la lista definitiva de recibidos en el país. Los requisitos para el ingreso a Argentina eran básicos: solamente se les exigía un certificado de falta de antecedentes penales y el apto médico.
Luego se producía el desembarco y se realizaban en tierra el resto de los trámites de migraciones y aduana, mientras en los galpones anexos se efectuaba la revisión de los equipajes. Después del ingreso y con la nueva documentación argentina, cada pasajero comenzaría a tejer las más diversas formas de enfrentar el desarraigo. Muchos de ellos se encontraban ahí mismo con sus familiares que los “reclamaron”, teniendo acceso directo al trabajo y una vivienda digna. En otros casos, los esperaban directamente sus empleadores: desde comerciantes de la ciudad que necesitaban empleados hasta una gran cantidad de productores agropecuarios o encargados de obra pública, en busca de mano de obra barata, que los distribuirían por todo el territorio nacional.
Para algunos la llegada era un simple trámite y para muchos otros, el Hotel de Inmigrantes se convertiría en su primer hogar. Aquellos que no tenían conocidos ni contactos en Argentina podían hospedarse en el hotel, en forma gratuita, por el plazo máximo de cinco días, pero que podrían extenderse en caso de enfermedad o demora para conseguir trabajo. El hotel de cuatro pisos de hormigón era muy amplio y luminoso, con ventanales al río. En la planta baja estaban la cocina y el comedor y en los pisos superiores los dormitorios, separados por sexo. Las camas, sin colchón ni almohada eran de cuero para facilitar la higiene, que se practicaba en piletones ante la ausencia de duchas: paradójicamente, las escaleras eran de mármol pero no había calefacción.
A cada huésped se le otorgaba un número que se utilizaba para entrar y salir del hotel con libertad, conocer la ciudad y buscar trabajo, pero puertas adentro la disciplina era rigurosa: teniendo en cuenta que en cada piso había cuatro dormitorios para 250 personas, podía albergar hasta 3000 personas al mismo tiempo. Por esa razón, cumplir el reglamento de la institución se convertía en fundamental: luego del timbre nocturno, debía haber completo silencio, sería sancionado “cualquier tipo de alboroto” y quien no hubiera regresado antes del horario pactado, no podría reingresar al edificio y pasaría la noche en la calle.
Según su ocupación diaria, los hombres dormían en la primera planta y a veces llenaban hasta la segunda; en el último piso lo hacían las mujeres y niños. Una de las normas de conducta establecía que “se respetará el sagrado derecho de ayudar a su mujer y a sus niños, pero la población de varones deberá estar separada de la de mujeres. Y al igual que en el barco, está prohibida la promiscuidad”. La disposición de los dormitorios dejaba expuestos a aquellos que quisieran subir las escaleras en busca de algún encuentro íntimo: había celadores que controlaban con vehemencia el acceso a cada piso.
Los alojados eran despertados a las 6 de la mañana para desayunar en la planta baja en turnos de hasta mil personas: ofrecían café con leche, mate cocido y pan. El turno del almuerzo se anunciaba con un golpe de campana para que todos se acercaran a los cocineros, que les entregaban platos y cubiertos. Después se sentaban en las largas mesas de madera a esperar la comida, que generalmente consistía en un plato de sopa y luego pastas, arroz o guiso. A las 15 se servía la merienda a los niños y luego de la cena a las 19, se abrían nuevamente los dormitorios.
Las mujeres permanecían mucho tiempo dentro del hotel y se juntaban de acuerdo a su nacionalidad e idioma, siendo naturalmente el de las gallegas e italianas los grupos más numerosos. Se ocupaban del cuidado de sus hijos y el lavado de ropa, mientras tanto los hombres salían a la calle en busca de oportunidades laborales, se acercaban a la oficina del correo por si surgían novedades o algún envío de dinero en la sucursal del banco y gestionaban su futura ubicación en la oficina de trabajo del complejo.
Dicha oficina cumplía el rol más importante dentro del predio: se encargaba de la búsqueda laboral para los inmigrantes y la confección de cédulas de identidad. Mediante la proyección de películas mudas, se les contaba sobre la riqueza del país y la descripción de las principales ciudades. También se ocupaban del traslado de los arribados hacia el lugar donde hubiese tenido la fortuna de ser contratado: tras el acuerdo con el empleador, les era otorgado un pasaje gratuito, solventado por el Estado, para viajar hasta cualquier punto del país.
La búsqueda de trabajo a pie era muy frecuente en las zonas aledañas al puerto, buscando contactos y recomendaciones de compatriotas que ya estaban asentados. Entre ellos se fue creando una cadena solidaria de integración, a través de las asociaciones gallegas que ofrecían empleo directo, ayuda económica, asilo y atención médica a sus coterráneos. De esta manera, gracias a su gran capacidad de adaptación, hacia 1914 los españoles en general y gallegos en particular, ya eran dueños del 20% de los comercios en zonas urbanas de Buenos Aires y seguían creando puestos de trabajo.
La ocupación del hotel fue variando al ritmo de los grandes acontecimientos históricos: al iniciarse la Primera Guerra Mundial el flujo de arribados cayó notablemente. Se recuperó al finalizar y los inmigrantes volvieron en grandes cantidades hasta la crisis de 1929. En la década del 30, aunque siempre hubo leyes de puertas abiertas, las condiciones de ingreso aumentaron, pidiendo llegar con un contrato de trabajo que dificultaba el acceso al país. El volumen de arribos volvió a declinar al estallar la Segunda Guerra Mundial y luego Argentina comenzó a ser menos atractiva ante la mirada del mundo.
En 1953, ya sin huéspedes, el hotel y sus oficinas cerraron definitivamente y el predio quedó abandonado. Luego de una larga ocupación militar, en septiembre de 2013 la Universidad de Tres de Febrero acordó con la Dirección Nacional de Migraciones la recuperación del predio para reabrirlo al público. Actualmente funciona como un museo dedicado a los inmigrantes que poblaron nuestro país: se estima que por allí pasaron más de un millón de personas, aunque no hay cifras oficiales sobre la cantidad de españoles.
Recuerdos de un espacio que durante medio siglo, atravesó cada uno de los gallegos que desembarcó en Argentina, ya sea para los trámites de ingreso o durante su estadía en el hotel. Símbolo de esperanza y forjador de una nueva sociedad a través del intercambio cultural, en el Hotel de Inmigrantes se escribió el último capítulo de cada arribo al país y el primer paso hacia el sueño de una vida mejor.
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