29 septiembre, 2024
Una postal paulina encima de la mesa de un jefe de estudios hace 50 años en un colegio de Coruña decía: “A todos nos encanta ser estrellas en el firmamento y pocos quieren ser candil en casa”. Medio siglo después, ese apetito estelar se ha magnificado gracias a la proyección orbital de las redes sociales, donde el pudor no impide lucir vergüenzas, decir burradas, ofender, confundir, manipular, desfigurar el rostro del sentido común y violar en público a la razón. Unos lo hacen por gusto, otros por simple mercenariado al servicio de poderes fácticos, otros para conservar el puesto alcanzado fraudulentamente, otros por complejo de inferioridad, y no pocos por protagonismo, por alcanzar una cierta fama de tercera, como los artistas de taberna. Pero todo acaba: unas veces en el juzgado; otras, en la puta calle; algunas veces, con la cara partida; y, casi siempre, en el olvido.
Nada es permanente ni nadie es imprescindible. Igual que todo deleite transitorio, la gloria es un placer efímero (gloria voluptas est brevissima). Entre los proverbios birmanos se lee: “La cima de un pináculo ahora, pronto leña”. Y los chinos añaden: “Hay muchos caminos hasta la cima de la montaña, pero la vista es siempre la misma».
Hay una fama legítima, conseguida por méritos, por diferenciación de la masa; y hay una fama ilegítima, alcanzada por notoriedad fraudulenta, basada en la mentira, la ostentación de lo que se carece, y el homicidio espiritual del contrario. Indiferente a la legitimidad o al fraude, la fama es una carcelera cruel que somete a felación el orgullo de sus huéspedes.
La fama también se comporta como una amante infiel, que primero buscas desesperadamente y cuando te humilla exponiéndote al bochorno de sus infidelidades la repudias mansamente. Decía Fred Allen en Treadmill to Oblivion que “una celebridad es alguien que trabaja duro toda su vida para hacerse famoso y luego lleva gafas oscuras para no ser reconocido en público”. Por el contrario, muchos que detestan el agua necesitan baños de multitudes para emborracharse de hedor. Exponerse a la masa anónima suele suponer esconderse de uno mismo. El alarde exhibicionista siempre oculta carencias.
«Hay una fama legítima, conseguida por méritos, por diferenciación de la masa; y hay una fama ilegítima, alcanzada por notoriedad fraudulenta, basada en la mentira, la ostentación de lo que se carece, y el homicidio espiritual del contrario»
El precio de la fama es alto y los préstamos a la celebridad tienden a tener un abultado interés. En su famosa obra, The Spectator, Joseph Addison escribía: “Si un hombre eminente está expuesto a la censura por un lado, está igualmente expuesto a la adulación por el otro. Si recibe reproches que no le corresponden, también recibe alabanzas que no merece”. En una carta del 2 de diciembre de 1537 a Lionardo Parpaglioni, Pietro Aretino le decía: “La fama es la madrastra de la muerte y la ambición el excremento de la gloria”. En uno de los capítulos de sus Essays, titulado Of Ceremonies and Respects, Francis Bacon escribió: “La fama es como un río, que levanta las cosas ligeras e hinchadas, y ahoga las cosas pesadas y sólidas”. En The Little Minister, J.M. Barrie advertía: “No puedes esperar ser grandioso y estar cómodo”. De los sermones recogidos en los Proverbs from Plymouth Pulpit, del clérigo congregacionalista y prominente abolicionista de la esclavitud en Estados Unidos, Henry Ward Beecher, se extrae: “Los hombres públicos son abejas que trabajan en una colmena de cristal; y los espectadores curiosos se divierten observando cada movimiento secreto, como si se tratara de un estudio de historia natural”.
En sus Maximes et pensées de 1805, Chamfort define la celebridad como la ventaja de ser conocido por quienes no te conocen. El vulgo es vulnerable a la fabulación, a hablar por boca de otros y a transformar la realidad en fantasía, para ensalzarte unas veces y para hundirte en la miseria otras. Así, Jean Cocteau ironizaba en su Essai de critique indirecte con el vocablo Celebridad: “Me imagino a mi mismo como un busto de mármol con piernas para correr por todas partes». El mundo diferencia la popularidad de la fama que adorna a los personajes distinguidos. A estos los considera distantes. Max BeerBohm decía en Mainly On the Air que “los hombres prominentes en la vida son en su mayoría gentes de conversación difícil. Carecen de charlas triviales y, al mismo tiempo, a uno no le gusta confrontarlos con sus temas favoritos”.
«El vulgo es vulnerable a la fabulación, a hablar por boca de otros y a transformar la realidad en fantasía, para ensalzarte unas veces y para hundirte en la miseria otras»
La fama es un océano de contrastes donde el viento nunca está en calma. El exceso te rompe; la escasez te hunde. En The Margin of Hesitation, Frank Moore Colby advertía: “Llena a un autor de fama titánica y no lo haces titánico; simplemente lo revientas». El propio Dante Alighieri contempla la maleabilidad de la fama en La Divina Comedia: “El renombre de una persona es como el color de la hierba, que va y viene”. En el Purgatorio, añade “el renombre mundano no es más que un soplo de viento que viene primero de aquí y luego de allá, y cambia de nombre porque cambia de cuarto”.
Eurípides no mostró muy buena consideración hacia la fama en su Andromache: “Las personas que parecen ser gloriosas son todo espectáculo; por debajo son como cualquier otra persona”. Un proverbio inglés dice que la fama es un cristal de aumento; lo que completa Thomas Fuller en The Holy State and the Profane State al manifestar que “la fama a menudo crea algo de la nada”; y en Gnomologia también recuerda que “toda fama es peligrosa: el bien trae envidia; el mal, vergüenza”.
En la Ilíada de Homero, del siglo IX a.C., traducida por Alexander Pope, se menciona aquello de “¡Cuán vano, sin mérito, es el nombre!”; sobre lo cual Oliver Wendell Holmes puntualiza en The Autocrat of the Breakfast Table: “La fama suele llegar a los que están pensando en otra cosa»; aunque esto no concuerda demasiado con lo que decía Samuel Johnson 100 años antes: “Los hombres se preocupan por la fama; y cuanta mayor parte tienen de ella, más temen perderla”. Quizá los dos tienen parte de razón, pues la notoriedad honesta siempre llega al que anda preocupado por cosas que poco tienen que ver con la fama, mientras que los que se han hecho notables por llevar las maletas de los poderosos, por cambiar camaleónicamente de chaqueta ante cada mutación política, por repartir bendiciones y prebendas con dinero público, o por ofrecer el trasero para conservar el puesto, el miedo a perder lo que han adquirido sin derecho les aterra tanto como la humillación de volver a ser hojas al viento cayendo sobre el estiércol de lo que eran.
¡Qué razón tenía La Rochefoucauld al insistir en que “el renombre de los grandes hombres debe medirse siempre por los medios que han utilizado para adquirirlo!”.
«La notoriedad honesta siempre llega al que anda preocupado por cosas que poco tienen que ver con la fama, mientras que los que se han hecho notables por llevar las maletas de los poderosos, por cambiar camaleónicamente de chaqueta ante cada mutación política, por repartir bendiciones y prebendas con dinero público… el miedo a perder lo que han adquirido sin derecho les aterra»
Milton era benevolente y sensible a la sana notoriedad en su Lucydas de 1637: “La fama es el acicate que el espíritu claro eleva (la última debilidad de la mente noble) para despreciar los deleites y vivir días laboriosos”. De igual forma pensaba Mimnermo de Colofón, el poeta griego de finales del siglo VII a.C., que en una de sus elegías opinaba que “todos somos lo suficientemente inteligentes como para envidiar a un hombre famoso mientras aún está vivo, y para alabarlo cuando está muerto”. Esta nobleza de pensamiento no abunda en nuestros días, donde -a veces- ni siquiera la muerte mitiga la envidia.
Haciendo uso de su ingenio, Michel Eyquem de Montaigne, en sus Essays de 1580, traducidos por Charles Cotton y W.C. Hazlitt, dice: “Dispersar y esparcir nuestros nombres en muchas bocas, lo llamamos hacerlas más grandes”. Vieja técnica del marketing político. “Pon a un pícaro en el centro de atención y actuará como un hombre honesto”, decía Napoleón Bonaparte en sus Maxims.
En las fábulas del Panchatantra del siglo V, en una traducción del sánscrito hecha por Franklin Edgerton, se lee: “Falsa es la alabanza que dice que la eminencia de los hombres proviene de sus nobles cualidades; porque la gente de este mundo, por regla general, no se preocupa por la verdadera naturaleza del hombre”. Publilius Syrus le da la vuelta al argumento en sus Moral Sayings: “¿Te conoce todo el mundo? Entonces no conoces a nadie”. Rabindranath Tagore lo viste de alegoría moral: “Bienaventurado aquel cuya fama no eclipsa su verdad». En la misma dirección apunta Vauvenargues en sus Reflections and Maximes de 1746: “El que busca la fama por la práctica de la virtud, sólo pide lo que merece».
La realidad mundana se mueve entre dos extremos ante la notoriedad pública: los estúpidos que se meten en todo por mala costumbre, aunque el asunto no vaya con ellos, y los que solo se interesan por aquello que les afecta al bolsillo. Quien asume su condición de famoso debe tener en cuenta que “el mundo moderno no es dado a la admiración acrítica; espera que sus ídolos tengan pies de barro, y quiere estar razonablemente seguro de que la prensa y la cámara informarán de sus dimensiones exactas”, según razona Barbara Ward.
El poeta ruso Yevgueni Aleksándrovich Yevtushenko da un último consejo a quien quiera oírlo: “Debes ser tan clarividente cuando eres amado como cuando eres odiado. Este amor es solo un anticipo de lo que esperan de ti».
«La realidad mundana se mueve entre dos extremos ante la notoriedad pública: los estúpidos que se meten en todo por mala costumbre, aunque el asunto no vaya con ellos, y los que solo se interesan por aquello que les afecta al bolsillo»
Los que sueñan con fama eterna debieran tener presente al Titus Andronicus de Shakespeare (“Vive en la fama el que murió a causa de la virtud”) y no olvidar la reflexión de H.L. Mencken en su Minority Report de 1956: “Cuando escucho a un hombre ser aplaudido por la muchedumbre, siempre siento una punzada de lástima por él. Todo lo que tiene que hacer para ser silbado es vivir lo suficiente”. Tucídides fue más categórico en The Peloponnesian War, del 400 a.C., traducido por Benjamin Jowet: “La tierra entera es la sepultura de los hombres famosos”.
Lo cierto es que la fama es un esfuerzo constante, como lamentaba Jules Renard; y, en última instancia, como decía Alexander Smith en Dreamthorp, “la fama no es más que una inscripción en la tumba, y la gloria un blasón melancólico en la tapa del ataúd”.
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