24 marzo, 2025
“Cuanto más baboso, más incontinente”. Este podría ser el slogan de la infrapsicología moral de las culturas acríticas. El abuso de la libertad de toda sociedad decadente conduce a la degradación de principios elementales para la convivencia. La indefinición de los límites de la libertad de expresión corrompe conductas, viola derechos y permite atributos que arruinan la discreción y el respeto.
Los amantes de las lecturas bíblicas recordarán la sentencia del Eclesiastés: “El golpe de un látigo provoca una roncha, pero un golpe de la lengua aplasta los huesos”. Los parroquianos devotos de misa diaria no debieran ignorar el evangelio de San Mateo: “No juzgues y no serás juzgado”; o la Carta de San Pablo a los Romanos: “Cuando juzgas a otro, te condenas a ti mismo”. Pero es tan grande la brecha entre la conducta y los principios morales básicos -comunes a cualquier religión- que hoy ya no se educa en el respeto, en la opinión mesurada, en el comentario edificante, en la disciplina semántica. Todos estamos expuestos a la maledicencia; todos vivimos atados a la indisciplina verbal de los alcaldes y alcaldesas de los patios de luces, de los congéneres familiares, de los colegas de taberna, de los socios tribales, de los perturbadores de la paz social, de los directores de orquesta política, de todos los que se creen con derecho a opinar. A esta aberración educativa se suma la perversión informativa de los medios de comunicación, siempre interesados por lo peor (más noticia que lo mejor), con la depravante atribución de crear juicios de valor e interpretar la noticia según el color del interés sectario. Y todo, alimentado a diario por una analfabeta y maleducada clase política, incapaz de comunicarse sin improperios y ofensas; embrutecido por la incapacidad de diálogo equilibrado de los voceros del reino erigidos en tertulianos oficiales en debates amañados; y logarítmicamente magnificado en el estercolero de las redes sociales, donde los cuadrúpedos se embadurnan de mierda unos a otros.
Es como si en el horizonte mental de nuestra especie hubiera desaparecido el sol de la bondad, cuyos rayos dejaron de alumbrar equidad, ecuanimidad, sensatez, equilibrio, humildad, comprensión, sana emocionalidad y un poco de inteligencia.
En toda sociedad, primitiva o avanzada, la crítica es una moneda de cambio con dos caras. La crítica puede tener aspectos tanto positivos como negativos, dependiendo de cómo se realice, el contexto y la forma en que sea recibida. La buena crítica promueve el crecimiento personal y profesional: la crítica constructiva ofrece perspectivas que pueden ayudar a mejorar habilidades, actitudes o comportamientos; fomenta la reflexión: invita a cuestionar ideas, prácticas o decisiones, lo que puede derivar en soluciones más sólidas; refuerza el aprendizaje: identificar errores permite evitarlos en el futuro y desarrollar una mentalidad abierta hacia el cambio; estimula la creatividad: las críticas bien planteadas pueden inspirar nuevas ideas o enfoques para resolver problemas; mejora la comunicación: en un entorno saludable, la crítica fortalece el diálogo, la honestidad y la confianza mutua. La mala crítica puede ser desmotivadora: si no se entrega con tacto, la crítica puede afectar la autoestima y la motivación de la persona; genera conflictos: una crítica malintencionada o poco constructiva puede provocar resentimientos y tensiones interpersonales; fomenta la inseguridad: la crítica constante o injustificada puede llevar a la duda sobre las propias capacidades y decisiones; dificulta las relaciones: si la crítica se percibe como un ataque, puede dañar la confianza y la empatía entre las personas; se interpreta como rechazo: la falta de sensibilidad en la forma de expresar una crítica puede hacer que el receptor la asuma como un rechazo personal en lugar de una oportunidad de mejora.
Desgraciadamente, la crítica destructiva es la dominante. Los laicos ignoran los sermones de Henry Ward Beecher: “Ningún hombre puede decirle a otro sus faltas de manera que le beneficie, a menos que lo ame”. En Sur le jugement téméraire (1826), Louis Bourdaloue lo deja claro: “Si un hombre es devoto, lo acusamos de hipocresía; si no lo es, de impiedad; si es humilde, consideramos su humildad como debilidad; si es generoso, llamamos orgullo a su valentía”. Es como si en el horizonte mental de nuestra especie hubiera desaparecido el sol de la bondad, cuyos rayos dejaron de alumbrar equidad, ecuanimidad, sensatez, equilibrio, humildad, comprensión, sana emocionalidad y un poco de inteligencia. Alguien atribuyó a Edward Wallis Hoch el comentario: “Hay tanto bien en lo peor de nosotros y tanto mal en lo mejor de nosotros que no nos conviene hablar del resto”. Y no le falta razón a Dale Carnegie al decir que “cualquier tonto puede criticar, condenar y quejarse, y la mayoría de los tontos lo hacen”. Tampoco andaba errado Tryon Edwards al manifestar que “la mayor parte de nuestra censura hacia los demás es sólo un elogio indirecto hacia nosotros mismos, expresado para mostrar la sabiduría y superioridad del hablante”.
En un discurso, el 24 de enero de 1860, Benjamin Disraeli decía: “Es mucho más fácil ser crítico que tener razón”. Vivir a la defensiva, bajo el acoso de la sinrazón, fuerza respuestas irracionales y actitudes beligerantes. Fiódor Dostoyevski apuntó en sus Notes from Underground (1864): “Uno debe aprender primero a entenderse a sí mismo antes de culpar a los demás”. Ralf Waldo Emerson recomendaba en 1847 que “la crítica no debe ser quejumbrosa y derrochadora, toda cuchillo y arrancadora de raíces, sino orientadora, instructiva, inspiradora, un viento del sur, no un viento del este”.
La política del siglo XXI se caracteriza por la escasez de hombres de estado, la pobreza intelectual de la mayoría de los líderes del momento
La crítica absurda, propia de los que viven en hipérbole mental, carece de valor. El propio Hegel pensaba que “es más fácil descubrir una deficiencia en los individuos, en los estados y en la Providencia, que ver su verdadera importancia y valor”. La crítica se ceba en lo diferente, en lo distinguido, en lo no convencional, en lo que huye de la vulgaridad. Irónicamente, Elbert Hubbard proponía: “Para evitar las críticas no hagas nada, no digas nada, no seas nada”. William Simms aconsejaba: “Quien quiera adquirir fama no debe mostrarse temeroso de la censura. El miedo a la censura es la muerte del genio”. Y Jonathan Swift decía que “la censura es el impuesto que un hombre paga al público por ser eminente”. A los imbéciles y envidiosos que no saben apreciar el mérito ajeno, ya Publilius Syrus les había advertido en sus Moral Sayings: “Es una locura censurar a aquel a quien todo el mundo adora”. Aún así, todo ser superior debe estar preparado para asumir las ofensas de sus acomplejados enemigos. En Under Dispute, Agnes Repplier ya previene: “Junto a la alegría del egoísta está la alegría del detractor”.
La política del siglo XXI se caracteriza por la escasez de hombres de estado, la pobreza intelectual de la mayoría de los líderes del momento, sin grandes diferencias transculturales, y el populismo ignorante de los que usan la política como un medio de vida, por carecer de méritos para vivir de otra manera. Los políticos, que viven del erario público, que cobran por el trabajo que simulan hacer, que mienten por las promesas que nunca cumplen, suelen ser tan permeables a la crítica como a su falta de ejemplaridad. En el Wall Street Journal, del 13 de agosto de 1963, Harold Macmillan decía: “Nunca he encontrado, en una larga experiencia en política, que la crítica sea inhibida por la ignorancia”. A los políticos -y a muchos plebeyos- les es aplicable el proverbio malayo que dice: “Pueden ver un piojo tan lejano como China, pero no son conscientes de que tienen un elefante en la nariz” (versión asiática de la crítica bíblica a los fariseos que ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio). Esta fauna decadente que vive en la estrechez del oportunismo también encaja en lo que W. Somerset Maugham afirmaba en Of Human Bondage (1915): “La gente te pide críticas, pero solo quiere elogios”. Winston Churchill, en su entorno privado, creía que “la censura es a menudo útil, el elogio a menudo engañoso”; y en un discurso en la House of Commons, el 22 de enero de 1941, soltó a sus señorías: “No me molesta la crítica, incluso cuando, por el bien del énfasis, se aparta por el momento de la realidad”.
Si a todos nos molesta que digan de nosotros lo que no se ajusta a la verdad -salvo los que piensan que lo mejor es que hablen de ti, aunque sea mal-, resulta paradójico que mentira, crítica y censura sean conductas corrientes. Según un estudio de Serota, Levine y Boster (2010), aproximadamente un 5% de las personas genera el 50% de las mentiras. Un estudio de Gallup (2017) mostró que el 45% de los empleados siente que recibe más críticas que reconocimiento. En las relaciones interpersonales, la crítica destructiva es un hábito frecuente, especialmente en contextos de estrés o conflicto. En un estudio del Pew Research Center (2020), se afirma que más del 40% de las personas se sienten limitadas para expresar sus opiniones por temor a ser criticados o censurados.
Muchos hombres tendrán el valor de morir con valentía, pero no tendrán el valor de decir, o incluso de pensar, que la causa por la que se les pide que mueran es indigna
En sentir de Giacomo Leopardi, según se desprende de sus Pensieri de 1837, “los hombres están dispuestos a sufrir cualquier cosa de los demás o del mismo cielo, siempre que, en lo que se refiere a las palabras, no sean tocados”. Bertrand Russell, en un capítulo de Unpopular Essays (1950), titulado An Outline of Intellectual Rubbbish, amplía miserias: “Muchos hombres tendrán el valor de morir con valentía, pero no tendrán el valor de decir, o incluso de pensar, que la causa por la que se les pide que mueran es indigna. La difamación es, para la mayoría de los hombres, más dolorosa que la muerte”. Aunque el jeque poeta persa Saadi Shīrāzī había sugerido en su Gulistan de 1258, “no expongas los defectos secretos de la humanidad, de lo contrario ciertamente traerás escándalo sobre ellos y desconfianza sobre ti mismo”, pocos le hicieron caso. No tuvo mejor suerte Shakespeare al exclamar en Hamlet (1600): “Acepta la censura de cada uno, pero reserva tu juicio”. Ojalá algún inocente entienda a Leonardo da Vinci: “Haces mal si alabas, pero peor si censuras, sobre todo cuando no entiendes de lo que se trata”.
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