5 marzo, 2025
Muy al principio del siglo XX, don Santiago Ramón y Cajal declaró que «la investigación científica constituye una de las claves más potentes del progreso económico y del poder de un país en un contexto internacional más globalizado». El contenido del mensaje, e incluso su redacción, no desafinaría si se lo oyésemos a cualquier Premio Nobel de Economía del siglo XXI. A pesar de ello, en nuestro país parece que nadie lo ha oído y, por supuesto, si incluso fuese posible, menos que nadie ha reflexionado sobre lo que dijo nuestro sabio. A pesar del cacareado beneficio de la investigación, que nunca se cuestiona en voz alta, la situación de desidia por este tema prevalece en nuestra sociedad.
Existe una frecuente confusión entre los términos investigación e innovación, tanto en el ámbito político como empresarial. Aunque están interrelacionados, no son sinónimos. La investigación busca generar nuevos conocimientos y puede ser básica (orientada a la ampliación del saber científico) o aplicada (dirigida a resolver problemas concretos). En cambio, la innovación se enfoca en la aplicación de esos conocimientos para crear productos, servicios o procesos con un impacto tangible en el mercado o en la sociedad.
«Es lógico pensar que los fondos públicos deberían destinarse prioritariamente a la investigación, mientras que los fondos privados deberían financiar la innovación. La investigación básica debe considerarse un bien público: sin ella, no hay nuevas ideas que transformar en innovaciones»
Esta confusión lleva a políticas públicas desorientadas y estrategias empresariales ineficaces. Si los políticos confunden ambos conceptos, pueden destinar recursos a potenciar empresas en lugar de fomentar la generación de conocimiento. Por su parte, si las empresas no diferencian entre investigación e innovación, corren el riesgo de invertir sin una estrategia clara para transformar los avances científicos en productos o servicios competitivos. La innovación no surge de manera espontánea; requiere inversión en investigación, infraestructuras, talento y procesos de gestión. Distinguir ambos conceptos es esencial para definir objetivos claros y asignar recursos de manera eficiente. Mientras la investigación demanda inversión en proyectos, laboratorios y personal científico, la innovación requiere financiamiento en desarrollo de productos, marketing y ventas. Además, su éxito se mide de manera distinta: la investigación se valora por la generación de conocimiento y publicaciones científicas, mientras que la innovación se mide por su impacto en el mercado o en la sociedad.
A pesar de la falta de apoyo, la I+D+i (investigación, desarrollo e innovación) siempre resulta rentable. No obstante, su beneficio no siempre es inmediato ni estrictamente económico. La investigación básica, que amplía el conocimiento sin aplicaciones inmediatas, puede no generar beneficios a corto plazo, pero es crucial para el desarrollo futuro. Además, existen áreas de investigación esenciales para el bienestar social, como el estudio de enfermedades raras o el cambio climático, que no generan rentabilidad directa pero son imprescindibles para la salud pública y el medio ambiente. Si la inversión se centra solo en proyectos rentables a corto plazo, se limita la creatividad y la exploración de ideas con potencial transformador.
Es lógico pensar que los fondos públicos deberían destinarse prioritariamente a la investigación, mientras que los fondos privados deberían financiar la innovación. La investigación básica debe considerarse un bien público: sin ella, no hay nuevas ideas que transformar en innovaciones. Al no generar resultados inmediatos ni beneficios económicos directos, es razonable que el Estado asuma su financiamiento para garantizar su desarrollo. Además, la formación de talento en universidades y centros públicos también es una responsabilidad estatal. En cambio, la innovación, al estar orientada a la aplicación de conocimientos, es mejor gestionada por las empresas, que tienen contacto directo con el mercado y pueden identificar oportunidades de negocio. La colaboración público-privada en esta distribución de funciones es clave: mientras las empresas aportan financiamiento y experiencia en el mercado, las instituciones públicas proporcionan conocimiento, talento e infraestructura.
«Se estima que cada año alrededor de 1500 investigadores emigran en busca de mejores oportunidades. Es paradójico que el Estado invierta en formar talento para luego perderlo por falta de apoyo»
A pesar de esta lógica, la realidad es muy distinta. En la práctica, el dinero público se destina en mayor medida a la innovación, que deberían financiar las empresas, mientras que la investigación queda desatendida. Los políticos, con una visión cortoplacista, prefieren priorizar la innovación porque ofrece resultados más inmediatos, lo que les permite mostrar logros tangibles durante sus mandatos. Sin embargo, esta estrategia reduce el potencial innovador a largo plazo y compromete la autonomía tecnológica del país, haciéndolo dependiente de conocimientos y desarrollos externos. Sin inversión en investigación, la innovación se limita a la explotación de tecnologías preexistentes, que rápidamente pueden volverse obsoletas; es como un árbol sin raíces, puede dar frutos, pero acabará por secarse. Además, esta situación conlleva la pérdida de talento: según la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE), el 40% de los investigadores menores de 40 años planea abandonar la investigación en los próximos cinco años, y se estima que cada año alrededor de 1500 investigadores emigran en busca de mejores oportunidades. Es paradójico que el Estado invierta en formar talento para luego perderlo por falta de apoyo.
Aunque la inversión pública en investigación e innovación ha aumentado en los últimos años en España, sigue por debajo de la media europea. En 2023, representó el 1,5% del PIB, con previsión de superar el 2% en 2027. Sin embargo, este crecimiento se ha centrado en la innovación, mientras que la inversión en investigación sigue siendo marginal. En Galicia, la tendencia es similar: la inversión pública en I+D+i equivale al 1% del PIB autonómico, notablemente inferior a la media nacional. Recientemente se aprobó el Plan Gallego de Investigación e Innovación 2025-2027, dotado con 1300 millones de euros. Sin embargo, su enfoque prioriza la innovación, promoviendo la colaboración público-privada, el apoyo a empresas innovadoras, el impulso de la compra pública en innovación y la creación de nuevas oficinas de valorización del conocimiento (otra más), mientras que la inversión en investigación sigue siendo insuficiente. El único guiño a la investigación es la atracción de talento investigador mediante la creación de una nueva fundación pública específica (otra más), sin inversión para retener a los investigadores en situación precaria, ni dotación de infraestructuras y espacios (¿dónde se van a instalar los investigadores captados por todo el mundo?), ni presupuesto para proyectos.
«Es necesario replantearse la estrategia: si la investigación no es esencial, ¿por qué se sigue insistiendo en su importancia? Y si realmente lo es, ¿por qué no se financia adecuadamente? Se pueden esgrimir varias excusas: los resultados de la investigación tardan años en materializarse…»,
En este contexto, es curioso que se critique el proteccionismo de iniciativas como MAGA (make America great again), mientras se destinan enormes recursos públicos a la innovación privada. La financiación pública a las empresas se canaliza tanto de manera directa (subvenciones, ayudas y préstamos) como indirecta (deducciones fiscales por actividades de I+D+i y bonificaciones a la Seguridad Social para personal innovador). En conjunto, aproximadamente el 25% del gasto en innovación de las empresas españolas proviene de fondos públicos. Además, la mayor parte de estos recursos se concentra en unas pocas compañías: un informe de la Fundación COTEC señala que el 62% del gasto público en innovación beneficia solo al 1% de las empresas, lo que evidencia una distribución desigual y la necesidad de incentivar la innovación en las pymes, que conforman la mayor parte del tejido empresarial español.
Es necesario replantearse la estrategia: si la investigación no es esencial, ¿por qué se sigue insistiendo en su importancia? Y si realmente lo es, ¿por qué no se financia adecuadamente? Se pueden esgrimir varias excusas: los resultados de la investigación tardan años en materializarse, su incertidumbre dificulta justificar inversiones, los responsables políticos no comprenden su relevancia o priorizan áreas con impacto electoral inmediato. Sin embargo, los investigadores también deben asumir su parte de responsabilidad: en muchas ocasiones, no logran comunicar eficazmente la importancia de su trabajo al público y a los responsables de la toma de decisiones. Como bien decía Goethe, «piensa el necio que la confusión es el privilegio del pensamiento profundo». La investigación es el mejor negocio que una sociedad puede hacer para su futuro; lo que debe evitarse es que demasiados hagan negocio con la investigación a expensas de los investigadores.
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