16 agosto, 2024
María Ofelia del Puente (Analista política)
Esta semana, el Gobierno de Pedro Sánchez ha encargado a Radio Televisión Española la producción de 40 programas repartidos en once meses, que se emitirán con frecuencia semanal, para divulgar y publicitar la Ley de Memoria Histórica, con origen en el expresidente Rodríguez Zapatero y elevada de rango con el actual inquilino de La Moncloa. Tanto el Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática, previo pacto con Bildu, como el ente público aportarán fondos y recursos para ahondar en la brecha entre buenos y malos, entre progresistas y facherío, entre sanchistas y franquistas (por cierto, ¿todavía queda algún seguidor de Franco despistado entre 50 millones de habitantes?).
Una vez más, los medios de todos, Radio y TV del Estado, pasan a ser gubernamentales y altamente politizados. Con el agravante de que será el Gobierno quien sugiera las temáticas a ofrecer al sufrido ciudadano, con suficiente antelación para controlar y definir los contenidos. Un servicio público, una vez más, de hinojos ante el mando supremo de un gobierno títere con aliados atados de pies y manos frente a quienes -incluso en plena democracia- apoyaron a etarras confesos y culpables de casi un millar de asesinatos a sangre y fuego, con bomba trampa en los bajos de su coche o tiro en la nuca.
Creo que es oportuno ofrecer a los lectores de Diario de Vigo unos pocos párrafos en medio de 386 páginas del libro «La revolución española» (Espasa) del que es autor el honorable catedrático estadounidense Stanley G. Payne, académico de las RR.AA. de Historia y Ciencias Morales y Políticas de la Orden de Isabel La Católica y autor de una veintena de libros de historia. En el concienzudo y desapasionado análisis sobre la Guerra Civil española, sus antecedentes y consecuencias, lo que escribe no tiene desperdicio: «Los protagonistas de la Historia han sido por definición victimarios y merecen la condena más severa. Como en la antigua Unión Soviética, la función es desenmascarar y denunciar esta opresión y controlar la vida política para repudiarla. La nueva doctrina impone un presentismo cuyas normas deben ser consideradas válidas universalmente y para cualquier época. La arrogancia y la conciencia de superioridad de los victimistas son totales».
Y continúa: «El movimiento de la ‘memoria histórica’ en España es, sobre todo, una hechura de esta ideología… La Asociación, dirigida por Emilio Silva, fue fundada en primera instancia para recuperar algunos de los restos de represaliados que no habían sido identificados y sepultados debidamente. De tales orígenes dignos, sin embargo, pasó a convertirse en una maniobra puramente política para encomiar a los revolucionarios de la Guerra Civil bautizándolos como ‘demócratas’ y denunciar a Franco».
Añade el historiador, «La memoria histórica no existe, es un oxímoron, una contradicción en sus propios términos. La nueva propuesta socialista es bastante peor que su antecesora… porque pretende criminalizar el juicio y las opiniones de los historiadores al estilo soviético, mediante una Comisión de la Verdad, busca crear una checa historiográfica». «La interpretación de la guerra civil es simplista, maniquea y ahistórica, siempre se presenta a la Segunda República como un paraíso democrático, sin la menor discusión sobre los orígenes de la contienda, ni de la larga serie de atropellos que se produjeron entre febrero y julio de 1936… lo que más llama la atención es que todo esto no tiene nada que ver con la Historia, sino que, después de ochenta años, todavía no es más que la repetición de los tópicos de la propaganda guerracivilista».
Las últimas líneas de su riguroso estudio salpican esta frase, que obliga a pensar: «En el siglo XXI, la época de la postverdad, del victimismo y de las políticas de identidad, la Historia, sobre todo la contemporánea, ha llegado a estar muy politizada y tergiversada en casi todos los países europeos y occidentales. Pero en ninguno como España».
Moraleja: hay que leer más libros, dedicar menos tiempo a las redes, menospreciar a quienes falsean los hechos y fiarse de quienes llevan décadas de estudio riguroso, antes que de políticos advenedizos para los cuales la verdad absoluta es su gran mentira cotidiana. Un modo de vida que nos arrastra a los demás en el fango de su inmundicia.
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