12 abril, 2025
Una de las cuestiones que suscita discusión pública, no sólo en España sino en muchas democracias contemporáneas, es la de qué requisitos deben exigírsele al juez para desempeñar bien su función. No tanto en cuanto a sus conocimientos jurídicos, que se presuponen, sino en relación con las cualidades morales que supuestamente debe reunir quien ejerce la siempre compleja tarea de impartir justicia. Para mí, esta ha sido siempre una fuente de reflexión, quizás porque, al llegar por primera vez a mi primer destino, el Juzgado de Piedrahita (Ávila), caminé por una calle que, curiosamente, llevaba el nombre del «Buen Juez», en honor a un ilustre predecesor. Pensé entonces que mi responsabilidad no era tanto superarlo —hazaña improbable— como, al menos, no desmerecer demasiado su recuerdo.
Durante siglos, especialmente desde el siglo XVI hasta bien entrado el XIX, se escribió y se pensó mucho en España sobre las virtudes del juez. Surgió incluso un género específico, el del “espejo de magistrados”, y proliferaron manuales que pretendían guiar su conducta. Uno de los más influyentes fue el que Lorenzo Guardiola y Sáez publicó en 1796 bajo el elocuente título El corregidor perfecto y juez dotado de las calidades necesarias y convenientes para la recta administración de justicia.
La base doctrinal de estos tratados era profundamente religiosa: se concebía al juez como ministro de Dios, ocupando el más alto de los oficios temporales. Pero había también una razón práctica. La procedencia de los jueces era muy diversa —alcaldes, corregidores, juristas con formación dispar— y la designación directa de jueces por el rey, aunque prestigiosa, era limitada. En ese contexto, las “calidades” del juez no eran solo una exigencia ética, sino un mecanismo de control, una forma de garantizar el cumplimiento del cargo en ausencia de una estructura profesionalizada.
Todo eso empezó a cambiar con la Ley Provisional del Poder Judicial de 1870, promulgada durante el Sexenio Revolucionario y vigente de facto durante más de un siglo, hasta la aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985. A partir de esa Ley Provisional, la carrera judicial empezó a ser como la conocemos hoy en día, y se estructuró sobre criterios objetivos: oposición, méritos, escalafón. Se consolidó una visión moderna del juez como alto funcionario del Estado, técnico del Derecho, especializado en aplicar la ley con imparcialidad, al margen de sus convicciones personales, creencias o biografía. El ideal moral, que durante siglos fue el referente, empezó a ceder ante otro paradigma: el de la neutralidad institucional, la objetividad, la sujeción al Derecho. La legalidad, en suma.
Sin embargo, como advirtió Ortega y Gasset con su idea de la razón histórica, los dilemas del pasado tienden a reaparecer bajo nuevas formas. Hoy vuelve a insinuarse la tentación de juzgar a los jueces por sus ideas, por sus creencias, por su orientación ideológica. Se les exige, en ocasiones de manera abierta, que encarnen determinados valores, que sean sensibles a ciertas causas, que representen algo más allá de la ley que aplican. He leído opiniones de todo tipo: que un buen juez debe ser feminista, progresista, defensor de lo público; y otras en sentido contrario, que debe ser religioso, amante del orden, y protector de la propiedad privada. Pero esta expectativa no sólo es injusta y trasnochada, es peligrosa. En esto, todos arriman a brasa á sua sardiña.
Una sociedad plural no puede permitirse jueces “a medida”, moldeados según el gusto moral del momento o de una mayoría circunstancial. Hay bastantes ejemplos de nuestro siglo XIX como para querer repetirlos. Un juez fue premiado por pagar de su bolsillo una placa conmemorando a los doceañistas. Otro denostado por no quitarse a tiempo el sombrero en una ceremonia religiosa. El juez Orovio tuvo problemas porque era obeso; se dijo de él que no cabía en estrados para dictar sentencia.
El Derecho existe precisamente para eso: para poner límites al poder —también al poder de la moral colectiva—, para resistir la presión del entusiasmo ideológico, incluso cuando se reviste del ropaje, hoy bastante prefabricado, de las causas nobles. Como sabemos, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Por supuesto, no defiendo la indiferencia ética. El juez debe ser íntegro, honesto, responsable. Hay normas reglamentarias para sancionar al que se aparte del camino recto. Pero no se le puede pedir que encarne una moral concreta, porque eso implicaría excluir —explícita o implícitamente— a quienes no comulgan con ella. El pluralismo, que es un pilar esencial de toda democracia, no se protege subordinando la Justicia a una moral dominante, sino garantizando que los jueces actúan conforme a la ley, y solo a la ley.
Aspirar a la perfección moral es tarea de santos, filósofos o sacerdotes. A nosotros, los jueces, nos basta —y no es poco— con ser imparciales, obedientes al Derecho y leales a nuestra función. Lo demás, aunque respetable, pertenece a otra esfera.
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