
19 abril, 2025
Fue en noviembre de 2002. Nos citamos cuatro jueces en A Coruña, para asistir a un partido de fútbol de la Copa del Rey en el estadio de la Malata, en Ferrol. Éramos de distintas edades, servíamos en distintos órdenes jurisdiccionales y en distintas instancias. Todos acumulábamos una larga trayectoria a nuestras espaldas, curtidos por los años y los casos. Nos unía la toga, pero también cierta camaradería nacida del oficio compartido.
La tarde otoñal era típicamente gallega: fría, lluviosa y desapacible. Hoy, entre A Coruña y Ferrol hay apenas cincuenta kilómetros por autopista. Pero entonces, la vía rápida no estaba finalizada: solo alcanzaba hasta Miño. Desde allí, debíamos continuar por la carretera nacional, más lenta y propensa a atascos, o bien aventurarnos por una red laberíntica de carreteras comarcales y corredoiras. Optamos por esta última.
Por aquel entonces, yo era juez de instrucción, como antes lo habían sido mis compañeros. Por respeto, porque era el más joven, y quizás por cierta prudencia—, dejé que ellos marcasen el rumbo de la charla. Fue al abandonar la autopista, cuando empezamos a serpentear entre la niebla, la lluvia y los árboles, cuando surgió una conversación inesperada. Parecía un pasaje salido de Las Crónicas del Sochantre, de Álvaro Cunqueiro: un viaje por una Galicia antigua y brumosa, en la que cada curva escondía una historia sombría.
Uno señaló una casa apartada a un lado del camino, y contó que en ella se había ahorcado un cura, y él había levantado su cuerpo. Otro, al pasar junto a una cuadra, se acordó de una violación grupal que había investigado. El tercero, de otro caso tenebroso. A mí me vino a la cabeza un asesinato espeluznante de una madre, para robarle su hijo recién nacido.
Durante esos kilómetros, el coche se trasformó en un confesionario. No se habló de fútbol, ni de la vida cotidiana. Solo de muerte, de dolor, de los recuerdos que no se borran aunque cambien los destinos y pasen los años. Historias que a veces ocupan titulares y otras veces quedan sumidas en el silencio, como piedras que se guardan en los bolsillos. La vida propia jalonada por lo que has visto, y por lo que has tenido que decidir.
No hubo risas. Tampoco dramatismos. Solo un tono sobrio y conciso. La conversación terminó de forma natural, casi abrupta, al atravesar el puente de las Pías. Como colofón, el mayor de los cuatro dijo: «La verdad es que los jueces llevamos una vida… como para contarla».
Tenía razón. Esto es algo que no se enseña en las facultades de Derecho, ni siquiera en la Escuela Judicial. No hay manual que prepare para lo que implica vivir con la memoria del juez: un archivo al que se vuelve una y otra vez, a menudo sin quererlo.
Ser juez consiste en aplicar la ley, pero también es cargar con el peso de las decisiones que otros no quieren tomar. Lo comprobamos cuando presidimos un tribunal del jurado y los ciudadanos nos preguntan, inquietos: «¿Por qué tengo yo que decidir sobre la vida de otra persona?». Nosotros lo hacemos cada día.
A veces ser juez en la jurisdicción penal es mirar el dolor sin apartar la vista. A veces, escuchar el testimonio del horror desde la serenidad del deber. A veces, como aquella tarde, es revivirlo en la penumbra de una carretera secundaria, entre colegas que saben de qué hablas sin que tengas que explicar demasiado.
Muchos piensan que la vida del juez está hecha de solemnidad, togas, salas de vistas y sentencias que se dictan caprichosamente. Se nos retrata como miembros de una élite, revestidos de ropajes trasnochados. Pero eso, en el mejor de los casos, es el mundo de las apariencias. Bajo esa superficie se esconde la experiencia comúnmente sentida de una existencia solitaria, de preguntas, de dudas persistentes, de decisiones al límite que repasas en conciencia de noche, calibrando si se hizo justicia o solo se cumplió la ley.
Aquel viaje a Ferrol lo recuerdo bien por el partido de fútbol, muy emocionante, aunque mi equipo perdiese. Pero más por ese momento en que cuatro jueces compartimos, sin proponérnoslo, un peso invisible de nuestras vidas.
Porque en este oficio aprendes, con los años, que impartir justicia es un acto técnico, pero también una experiencia vital que deja huella. Uno aprende a convivir con la incerteza, con las argumentaciones contradictorias, con la constatación de lo irreparable, con la evidencia de que cada decisión, por justa que sea, deja a alguien roto al otro lado. Una mezcla de responsabilidad, soledad y memoria que acompaña siempre a quien tiene la obligación de juzgar.
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