28 septiembre, 2024
Abogada
En los años ochenta, los jóvenes que se matricularon en la carrera de Derecho en Santiago fueron más de mil, de los que apenas trescientos consiguieron licenciarse en los cinco años que duraba el plan antiguo. Los abogados gallegos siempre tuvieron muy buena fama en todo el Estado, porque son muchas las generaciones que llevamos pleiteando entre nosotros por un palmo de tierra o por una herencia crispada con múltiples herederos sacándose los ojos antes incluso de que mueran los viejos.
Será eso o la ingesta habitual del licor café en fiestas y romerías, como el brebaje de Panorámix, pero lo cierto es que nuestros paisanos están especialmente bien dotados para la práctica del foro.
En una de aquellas promociones de los felices ochenta, un abultado grupo de jóvenes que querían comerse el mundo, empezaban sus pasos balbuceantes, sin saber que estaban viviendo los años que iban a definir gran parte de su futuro: amistades, alianzas, matrimonios y divorcios se gestaban en cada promoción, entre noches de juerga, estudios, café y nicotina.
La promoción en la que estudié yo, brillando por encima de la media, estudiaba un muchacho de Lugo a quien tácitamente los compañeros habíamos elegido nuestro líder, lo que es mucho en una carrera competitiva como la nuestra. No solo eran su capacidad para la memorización, su carisma y su extrema generosidad para prestar sus apuntes a quien se los demandara. También la aparente facilidad con la que superaba las pruebas sin perder la sonrisa, ni dejar de entrenar o de salir los jueves a divertirse. Ángel, como se llamaba, era, al decir de sus compañeros quien tendría más posibilidades de triunfar en la vida, lo que para nosotros significaba ganar mucho dinero y vivir en una casa inmensa. Yo le agradecía la bondad con la que me trataba, convencida como estuve tantos años, de no ser suficiente para llamar la atención de una estrella tan rutilante. Así que me conformaba con su amabilidad y me sentía feliz cada vez que, con un guiño, pasaba sonriendo a mi lado rodeado de otros compañeros.
Pasaron volando los años, y en último año de carrera se fueron perfilando los caminos que íbamos a recorrer: oposiciones a Notarías, a Judicaturas…que si uno de aquellos másters que empezaban a publicitarse por entonces… Ángel sorpresivamente, decidió hacer uno de éstos en cuanto recogió la última papeleta tan brillante como las anteriores, lo que era especialmente impresionante en aquella vetusta facultad que parecía regodearse en ponernos las cosas difíciles y que no fue sino preludio de la vida real.
Después de terminar los estudios, nuestro grupo coincidió en algunas bodas y poco a poco el tiempo nos dispersó con el paso a la edad adulta y el fin de la juventud. Supe que Ángel trabajaba en un prestigioso bufete de Madrid y supuse que pronto daría el salto a la política y lo vería en los periódicos como diputado, o llevando los casos más mediáticos del panorama nacional.
Por eso me sorprendió verlo antes del verano en los Juzgado de A Coruña, y más saber de su boca que había abierto despacho propio en esta ciudad dejando la capital del Estado. De aquel hombre brillante de sonrisa permanente, sólo quedaba un aire de encanto natural, como la fragancia de una colonia, pero imbuido en el cuerpo de un viejo pasado de kilos y falto de pelo. Me saludó amablemente e insistió en tomarse un café conmigo en cuanto acabásemos nuestras obligaciones Así que al medio día, nos reunimos en el Queen, un clásico de reunión obligada de abogados y clientes.
La conversación fue tan distendida, que quedamos para vernos en Santiago la semana siguiente, un viernes radiante preludio de las vacaciones, con la noticia de la agresión sufrida por un abogado que asistía a un cliente del turno de oficio. Estaban los ánimos caldeados, habíamos ido a manifestarnos a Madrid varias veces, y la ministra seguía poniéndose de perfil, mientras nuestro Colegio se negaba a sentarse con quienes pagamos las cuotas y la brecha entre abogados se ahondaba cada vez más.
De todo esto hablamos Ángel y yo comiendo y hablando de los viejos tiempos, degustando un arroz estupendo en la zona vieja. A los postres, llegaron los silencios.
– “Bueno -dije yo para romper uno de ellos- ¿Y tú qué? ¿Cómo dejaste la capital para volver a casa?”. Me había percatado de que mi viejo compañero miraba los precios del menú y que su traje, de buena calidad, estaba ya muy gastado. A su camisa blanca con las iniciales bordadas le faltaba un botón a la altura de la cintura.
– “Las cosas no son como parecen, -me confirmó como si me hubiera leído el pensamiento, dijo tomando un sorbo de su segundo café- ojalá volviéramos a ser jóvenes sabiendo lo que sabemos ahora…” Y volvió a sumergirse en el silencio.
Miró su reloj digital y me preguntó si tenía prisa. Supongo que sí, que la tendría, pero a pocas cosas me resulta más difícil oponerme que a una buena historia, y allí la había, así que respondí apartando el plato del postre y pidiendo unos chupitos, acomodándome en el asiento para escuchar adecuadamente a mi compañero.
Su historia es de las que se repetirá hasta el fin de los tiempos, en que los grandes tiburones dan su nombre a despachos que se aprovechan de jóvenes que, como nosotros, nos sentíamos capaces de todo. Una historia en que los dueños firman las demandas acabadas de madrugada por jóvenes talentos que llevan muchas horas de trabajo encima. Todo en una ciudad muy cara para poder mantener una imagen impoluta, y en la que compartes un pisito en un buen barrio que se lleva la mitad de tus honorarios. Despachos en que hay bofetadas para ir a jugar al golf con un senior, y descubrir que en realidad vas a llevarle los palos mientras varios viejos sinvergüenzas, se ríen de la caída en desgracia de este o aquel político. Lugares en que ahorras un mes todo lo que puedes para ir a la fiesta de empresa en que los magistrados de los altos tribunales cenan con los socios en una mesa aparte, pero tú estás respirando el aire del Poder, así con mayúsculas, y te crees, iluso de ti, que formas parte de ese mundo.
Los horarios eran como en nuestra profesión, extenuantes, agravados por las vagas promesas de puestos mejores a quienes sobrevivieran a la competitividad en que los jóvenes vivían inmersos. Las secretarias del despacho apenas si les hacían caso a aquellos muchachos que habían visto demasiadas películas americanas, y que se daban de bruces con la indiferencia de los funcionarios y la sorna de los jueces. Estaban jugando a ser poderosos, pero cuando las luces se iban apagando, cada cual se iba a su cubículo a esperar otro día exactamente igual al anterior. La euforia estallaba cuando alguno era llamado al despacho del jefe supremo quien, sin dejar de hablar por su iphone, plasmaba una firma sobre la demanda de cincuenta folios que el pringado de turno le dejaba delante con la humildad del ofrecido. Pero todo valía la pena cuando acompañando a un socio, se subía a uno de aquellos pisos de altísimos techos y veía cómo la sociedad madrileña trataba con deferencia al viejo tiburón. Y qué decir cuando tu foto salía en un periódico, o en unos segundos del telediario, detrás de la figura principal formando parte de su cohorte de seguidores…
Ángel se marchitó cuando las canas y una dieta poco sana le recordaron que hay dos bienes que se nos conceden a los humanos, pero de forma limitada: el tiempo y la energía. Después de muchas noches sin dormir y de varios intentos fallidos, había dicho adiós a la aventura de su vida, para lo que hay que tener mucho valor. Volvió a Santiago y allí estaba: reiniciando a sus más de cincuenta.
Bebimos en silencio de nuevo. No sabía que decir, si es que tenía que decir algo. Entonces aquel ángel destronado me miró con un brillo en los ojos y me preguntó:
– “¿Cuándo dices que es la próxima manifestación en Madrid?”
– “Este sábado 28. Salimos de la Plaza de España y acabamos en la de Neptuno. Ya sabes, queremos que nos pasen al Régimen de Autónomos y que arreglen lo del turno que es de vergüenza…”
Mi compañero levantó la mirada. Él también muchos años cotizados a la mutua:
– “¿Sabes? Yo creo que no deberían ganar siempre los mismos sinvergüenzas que jugaron con nuestra ilusión y nuestras ganas. Estoy cansado y quiero retirarme a una edad razonable, arreglar la casa de mis padres en Lugo y dejar pasar el tiempo. No tengo familia, a alguien tendré que pagarle cuando no pueda limpiarme el culo. En Madrid vi a demasiados abogados viejos fingiendo que vivían desahogadamente, y créeme, la vejez es muy fea sin dinero. Tampoco espero nada de las residencias públicas-continuó-, quiero morirme en la casa familiar, escuchando el reloj de pared del comedor y sintiendo que los del otro lado estarán a mi lado cuando me llegue la hora”
Me aclaré la voz. Aquel era uno de mis miedos: la soledad de los viejos.
– “Quiero leer todos los libros que no pude, y mientras las articulaciones resistan, plantar repollos como hacía mi padre. Quiero tener el tiempo que no disfruté, y hasta ir a misa los domingos por ver a los paisanos y tomarme unos chatos con los que queden de aquellos tiempos, y tirarle los trastos a alguna viuda de buen ver. Yo no voy a trabajar hasta que la toga sea mi sudario”
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Poco más voy a contar de la historia de Ángel. Si él algún día quiere, que la narre en primera persona. Por mi parte se acaba aquí.
Sólo diré que este sábado a las 7 de la mañana, con su toga puesta y su sonrisa inolvidable, Ángel se viene a Madrid con todos a gritarle a quien haga falta que, si bien nos han robado la juventud, de nuestra vejez somos dueños nosotros. Y que todos los “gatos” como nos llamaron con desprecio, iremos maullando por la Castellana arriba, como aquellos chicos que fuimos cuando le dábamos vida a esta ciudad inundando el Franco, allá por los años ochenta, sobrados de fuerza y alegría, y que ahora quieren bajar el telón de sus vidas cuando a ellos les de la real gana. Nos lo hemos ganado
Alerta