1 septiembre, 2024
Dr. José Castillo Sánchez
Si la gallina fue primero, ¿de dónde salió el huevo que la originó?; pero, si el huevo fue primero, ¿quién lo puso si no existía la gallina? Desde un punto de vista biológico, los conocimientos científicos sobre la gradualidad evolutiva nos ofrecen una perspectiva más clara, pero la pregunta es más filosófica y sociológica que científica, y desde este punto de vista el debate implica una visión demasiado simplista; la realidad es mucho más compleja y fascinante. Los libros lavan el alma de las miserias de la vida cotidiana, por lo que revisar la historia es un ejercicio muy sano para no volver a repetir tragedias pasadas y presentes.
Sin duda, el horror de la Segunda Guerra Mundial ha sido la mayor catástrofe de la historia, cuyas consecuencias todavía siguen candentes y son causa de muchos de los frentes bélicos actuales. La pregunta sobre si fue antes el nazismo o Hitler es como preguntar si fue antes el huevo o la gallina. El nazismo es una ideología, un movimiento político y un régimen que se desarrolló a partir de una serie de ideas y corrientes que surgieron a principios del siglo XX en Alemania; por lo tanto, ya existían las bases ideológicas y los primeros grupos de nazis antes de que Hitler se convirtiera en su líder. Sin embargo, fue él quien llevó el movimiento nazi al poder y lo convirtió en una fuerza política dominante en Alemania; interpretó y dio forma a las ideas del nazismo, las difundió y las llevó a la práctica política. Por lo tanto, no se puede decir que una cosa sea antes que la otra, ya que ambas se desarrollaron de forma conjunta y se influyeron mutuamente. El fascismo italiano surgió tras la Primera Guerra Mundial, como reacción de ciertos grupos nacionalistas contra las luchas sindicales y, en parte, como crítica a la sociedad liberal-demócrata. En 1922, Benito Mussolini fue nombrado presidente del consejo de ministros, posición que le permitió establecer un régimen totalitario con el beneplácito del rey Víctor Manuel III y de los medios conservadores, un apoyo creciente al que acabaron por sumarse cabeceras tradicionalmente liberales como La Stampa.
«Los libros lavan el alma de las miserias de la vida cotidiana, por lo que revisar la historia es un ejercicio muy sano para no volver a repetir tragedias pasadas y presentes»
A diferencia de lo que pasó en Alemania con Hitler, en Italia con Mussolini y en Rusia con Stalin, el franquismo no tenía una línea ideológica en la que basarse, ni unos objetivos específicos y claros. Durante la Segunda República se produjeron, democráticamente, muchos cambios sociales. Franco, junto con otros militares, defendía un sistema más conservador y autoritario de gobierno. El 18 de julio de 1936 estalló en España una sublevación militar encabezada por el propio Franco, Mola y Queipo de Llano; el fracaso parcial de este golpe de Estado desembocó en la guerra civil española, que llevó al franquismo a ser la fuerza hegemónica durante 36 años. El Movimiento Nacional, el único partido que creó el régimen, reunía a las principales fuerzas que habían apoyado a Franco durante la guerra (derecha, falangistas, católicos, carlistas, monárquicos y militares), y basó su supervivencia en el respeto que todos estos grupos profesaban al Caudillo. Los años de la escasez de la posguerra y su postura claramente profascista dieron paso a un lavado de cara con la Iglesia católica como estrella invitada. La ideología franquista estaba basada en el anticomunismo, que no incluía solo al comunismo propiamente dicho, sino a todas las ideas y organizaciones obreras, incluidas las socialistas y anarquistas, y defendía el nacionalismo y el establecimiento del orden social a través de un régimen totalitario y unipartidista. Europa estaba al borde del abismo: España, sumida en una guerra civil a la que Mussolini había contribuido apoyando al bando fascista del general Franco; en el corazón del continente, Adolf Hitler también aprovechaba la guerra española para experimentar nuevas formas de arte militar mientras miraba con codicia indisimulada las fronteras de sus países limítrofes. Este fue el caldo de cultivo de la Segunda Guerra Mundial.
La historia reciente de Europa nos plantea muchas preguntas, que una vez analizadas deberían servir para evitar futuros dramas humanos, sociales y económicos. La primera pregunta sería saber cómo se produce la rápida transición de una sociedad progresista a una reaccionaria. Sin duda, este nefasto proceso es posible y multifactorial. Existen traumas históricos y colectivos de defensa de valores tradicionales y de resistencia al cambio, que en unión con la religión, como herramienta de control social y de prácticas discriminatorias, pueden ser utilizados para movilizar a la población. El miedo e inseguridad ante cambios sociales rápidos, la creciente desigualdad económica y social generadora de resentimientos y frustración entre los sectores más desfavorecidos de la población, el auge del nacionalismo y del populismo y la manipulación de la información, influyen en la opinión pública y generan un clima de desconfianza hacia las instituciones democráticas. La creciente polarización política lleva a la radicalización de las posiciones y a la adopción de posturas más extremas. La percepción de que no se legisla para el pueblo, pero sí para los gobernantes, es creciente. Según los principios democráticos, la legislación debe servir al interés de la ciudadanía, pero en la práctica, y en bastantes ocasiones, se legisla para intereses particulares, para el control económico y como herramienta de poder. Todo esto se da en nuestra sociedad y solo hace falta la aparición de un líder político carismático y populista que explore los miedos y las inseguridades de la población para generar un cambio radical en la orientación política de una sociedad. El resurgimiento de las ideologías fascistas puede vislumbrarse en algunos movimientos políticos actuales que promueven un nacionalismo exacerbado, acompañado de xenofobia y de discursos de odio contra las minorías. Estos partidos tienden a favorecer sistemas políticos autoritarios, desprecian los valores democráticos y liberales, como la tolerancia, la pluralidad y los derechos humanos, y, a menudo, fundan un culto en torno a una figura carismática que promete soluciones simples a problemas complejos. La proliferación de la desinformación y las fake news en las redes sociales dificultan el debate y manipulan a la opinión pública. ¡Es como para estar preocupados!
«El nazismo es una ideología, un movimiento político y un régimen que se desarrolló a partir de una serie de ideas y corrientes que surgieron a principios del siglo XX en Alemania; por lo tanto, ya existían las bases ideológicas y los primeros grupos de nazis antes de que Hitler se convirtiera en su líder»
Comprender la sociedad en la que vivimos es esencial para identificar desafíos, para diseñar políticas públicas y para mejorar la calidad de vida de las personas, fomentar la convivencia y anticipar los cambios futuros y adaptarse a ellos. Sin embargo, esta comprensión no deja de ser utópica. En las décadas anteriores a la Segunda Guerra Mundial, el conjunto de la sociedad alemana era nazi, la italiana fascista y la española franquista. Terminada la guerra, los nazis dejaron de existir en Alemania y los fascistas en Italia; solamente en España el conjunto de la sociedad fue franquista hasta el año 1975. ¿Qué sucedió con todos ellos? El número de juicios y de fugas a otros países fue minoritario y la verdad completa sobre su paradero puede que nunca se conozca, aunque lo más probable es que unos cambiasen de identidad y se integrasen en las sociedades democráticas y otros ocultasen su ideología, que rebota en los nuevos movimientos populistas y ultraconservadores. La transición española fue un proceso complejo y lleno de contradicciones, en el que los franquistas jugaron un papel fundamental; la adaptación de estos a la nueva realidad democrática fue un proceso gradual y desigual, con consecuencias que aún hoy siguen siendo objeto de debate.
La segunda pregunta derivada de la historia europea cuestiona la sabiduría del pueblo. La expresión el pueblo es sabio es común, pero su veracidad no se ha demostrado, y en demasiadas ocasiones parece todo lo contrario. Es cierto que, a lo largo de la historia, las comunidades han desarrollado conocimientos trasmitidos de generación en generación, como una forma de inteligencia colectiva, pero también que estamos sujetos a una amplia variedad de sesgos cognitivos que pueden distorsionar nuestra percepción de la realidad y, además, en muchas áreas del conocimiento la especialización es necesaria para comprender la complejidad de los problemas y tomar decisiones informadas. Por todo ello, la sabiduría no es una propiedad inherente a un grupo social, sino una capacidad que se desarrolla y cultiva a través de la educación, la experiencia y el diálogo. La era de la información, marcada por la proliferación de las redes sociales y la facilidad para generar y difundir contenidos, ha traído consigo un nuevo fenómeno: la posverdad. Esta consiste en la distribución deliberada de hechos para manipular a la opinión pública, donde lo que importa no es la verdad objetiva, sino lo que emociona o lo que se cree que la gente quiere oír. Las avalanchas de información que recibimos a diario hacen que cada vez sea más difícil distinguir entre lo verdadero y lo falso. La posverdad y la desinformación representan una seria amenaza para la prudencia y el sentido común colectivos.
«La historia reciente de Europa nos plantea muchas preguntas, que una vez analizadas deberían servir para evitar futuros dramas humanos, sociales y económicos. La primera pregunta sería saber cómo se produce la rápida transición de una sociedad progresista a una reaccionaria»
La tercera pregunta la formuló Rita Levi Montalcini, judía italiana, neuróloga y premio Nobel de Medicina en el año 1986: ¿podría el conocimiento del cerebro y de sus mecanismos explicar lo sublime del arte y lo miserable de la conducta genocida? La belleza y el horror son experiencias subjetivas que varían de unas personas a otras; lo que una persona encuentra sublime, otra puede encontrarlo banal, y lo que una persona considera un acto de genocidio, otra puede justificarlo. Además, la conducta humana es el resultado de una interacción compleja entre factores biológicos, psicológicos y sociales. Los genes no codifican directamente comportamientos como la violencia, pero sí pueden influir en el tamaño y la conectividad de ciertas áreas del cerebro relacionadas con la emoción y la toma de decisiones, así como en la producción y regulación de neurotransmisores implicados en el control de la impulsividad y la agresividad. La epigenética se refiere a los cambios heredables en la expresión génica que no involucran alteraciones en las secuencias del ADN. El entorno, incluyendo factores como el estrés, la nutrición, las vivencias sociales y experiencias de estrés temprano en la vida, pueden originar cambios epigenéticos en genes relacionados con la susceptibilidad a la violencia en la edad adulta. Aunque la neurociencia puede proporcionar valiosas pistas sobre los mecanismos cerebrales subyacentes al arte y al genocidio, estos fenómenos son mucho más que simples reacciones químicas en el cerebro. La predisposición a la violencia es un fenómeno complejo en el que interviene una multitud de factores, tanto biológicos como ambientales. La genética y la epigenética juegan un papel importante, pero no determinante. Es crucial evitar caer en un determinismo biológico simplista. La cultura, la historia, la política y otros factores sociales desempeñan un papel fundamental en la configuración de nuestras experiencias y comportamientos.
El desarrollo extraordinario de la neurociencia nos permite postular si con su capacidad para explorar los mecanismos cerebrales que subyacen en la conducta humana se podrían ofrecer herramientas para prevenir actos tan atroces como un genocidio. La manipulación del cerebro con intervenciones psicológicas, farmacológicas o basadas en la estimulación cerebral, o la identificación de marcadores biológicos tempranos en individuos con mayor riesgo de cometer actos violentos, plantean importantes dilemas éticos. ¿Hasta qué punto estaríamos dispuestos a intervenir en la biología humana para prevenir la violencia? No olvidemos que en muchos países democráticos la castración de los violadores recurrentes está amparada por la ley. Pese a todos los reparos, la neurociencia puede proporcionar informaciones valiosas para diseñar programas educativos que fomenten la empatía, la tolerancia y la resolución pacífica de conflictos.
«La creciente polarización lleva a la radicalización de las posiciones y a la adopción de posturas más extremas. La percepción de que no se legisla para el pueblo, pero sí para los gobernantes, es creciente. Según los principios democráticos, la legislación debe servir al interés de la ciudadanía… pero se legisla para intereses particulares»
Desconcierta comprobar el pasotismo de nuestras sociedades ante el panorama de una progresiva conflictividad política, económica y de convivencia. En vez de defender actitudes que fomenten la educación y el pensamiento crítico del individuo y que fortalezcan las instituciones democráticas, combatan la desigualdad y promuevan el diálogo y la tolerancia, se observa un aumento de comportamientos que podríamos considerar irresponsables. Estas conductas están influidas por la crisis de valores, por la pérdida de referentes morales que contribuye a una disminución de la responsabilidad individual, por un individualismo exacerbado, por una falta de educación cívica y por la presión de grupos sociales y de medios de comunicación que pueden llevar a las personas a adoptar comportamientos que incluso van en contra de sus propios valores. El futuro no está escrito y depende de las acciones de cada uno de nosotros; nuestros actos, más que nuestros pensamientos, definen quiénes somos. ¿El huevo o la gallina? El huevo, naturalmente.
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