1 septiembre, 2024
Ramón Cacabelos
La ley siempre va por detrás del delito. Ni Dios fue capaz de anticiparse en el Éxodo con sus Tablas. Horrorizado por las orgías del pueblo de Israel tuvo que mandar a Moisés a hacer alpinismo al monte Sinaí para diseñar los 10 Mandamientos, mientras los judíos rendían culto a Baal, dios de la fertilidad, la lluvia y la tormenta; Astarté, diosa madre de la fertilidad, el amor y la guerra; y Moloc, un dios raro al que se ofrecía el sacrificio de niños para apaciguar su ira y asegurar la prosperidad. La historia bíblica enseña la labilidad de la fe y la vulnerabilidad del pueblo que sucumbe a la tentación de adorar ídolos, demostrando la fragilidad de la naturaleza humana.
Toda ley nace para contrarrestar un abuso o para que alguien obtenga un privilegio, lo cual es otra forma de abuso; de ahí el sentido del dicho popular “quien hizo la ley hizo la trampa”. Y esto choca frontalmente con lo que manifestaba Jean Anouilh en su Antígona de 1942: “Nadie tiene una obligación más sagrada de obedecer la ley que quienes la hacen”. Desgraciadamente, los que fabrican leyes no son perfectos ni siempre honrados. No pocas leyes son hechas para satisfacer deseos ególatras, otorgar beneficios a minorías que no las merecen, perpetuar el poder asentado en el fraude, esquivar el control de leyes superiores -fundamentadas en la moral más que en la ingeniería de la justicia. El filósofo inglés Jeremy Bentham era muy contundente en An Introduction to the Principles of Morals and Legislation: “Toda ley es un mal, porque toda ley es una infracción de la libertad”. De ser así, tendría sentido la expresión del escocés Christopher North en Noctes Ambrosianae: “Las leyes se hicieron para romperse”. En cambio, hay otras más sólidas e incuestionables. En Controversiae, Séneca dice que “hay ciertas leyes que no han sido escritas, pero que están más fijas que cualquier ley escrita”.
Publio Terencio Afro, autor de comedias en la República romana, fallecido -según Suetonio– en el 159 a. C. a la edad de treinta y cinco años, criticaba el rigor de las leyes estúpidas en The Self-Tormentor, manifestando que “una ley rigurosa suele ser una injusticia rigurosa”. Esquilo advertía en Las Euménides del 458 a.C. que “el mal no debe triunfar por tecnicismos”, pero la experiencia cotidiana demuestra que los tecnicismos hacen de yunque -la maldad hace de fuego y la política hace de martillo- para doblar la ley y moldearla según la forma que requieren los intereses del momento. Los daneses tienen un proverbio al respecto: “Los abogados y los pintores cambian el blanco por negro”.
La diosa Democracia debería asentar sobre el altar de la ley. De hecho, Aristóteles, en Política, del siglo IV a.C., ya adelantaba que “las buenas leyes, si no se obedecen, no constituyen un buen gobierno”.
«Ni Dios fue capaz de anticiparse en el Éxodo con sus Tablas. Horrorizado por las orgías del pueblo de Israel tuvo que mandar a Moisés a hacer alpinismo al monte Sinaí para diseñar los 10 Mandamientos»
Poniéndonos el uniforme de la buena voluntad, habría que asumir que las leyes ni son buenas ni son malas, aunque su fin último sea establecer reglas de convivencia e igualdad, que -idealmente- prevengan y eviten delitos. El díscolo Pablo de Tarso, en su primera carta a Timoteo, decía que “la ley es buena si uno la usa legítimamente”. Robert Bolt defendía en A Man for All Seasons (1962) que “la ley es un camino por el que, siempre que se atenga a ella, un ciudadano puede caminar con seguridad”. Por su parte, en The Threepenny Opera (1928), Bertolt Brecht sostiene la idea de que “la ley está hecha simple y únicamente para la explotación de quienes no la entienden o de quienes, por pura necesidad, no pueden obedecerla”. En su Don Juan, Lord Byron echaba mano de una alegoría: “Una escoba legal es un deshollinador moral, y esa es la razón por la que es tan sucia”. El astuto Voltaire argumentaba: “Que todas las leyes sean claras, uniformes y precisas; interpretar las leyes es casi siempre corromperlas”.
En el fondo de toda ley hay una intención punitiva orientada a castigar al transgresor. De ahí que ya Salustio, en La Conspiración de Catilina, del siglo I a.C., pusiera en boca de Julio César la frase: “Todos los malos precedentes comenzaron como medidas justificables”. Y en The Old Curiosity Shop (1840), Charles Dickens ya advertía que “si no hubiera gente mala no habría buenos abogados”.
Charles Caleb Colton establecía similitudes entre medicina y legislación: “La ciencia de la legislación es como la de la medicina en un aspecto: es mucho más fácil señalar lo que hará daño que lo que hará bien”. En All Things Considered (1908), G.K. Chesterton decía: “No conseguimos buenas leyes para frenar a la gente mala. Conseguimos que la gente buena frene las leyes malas”. El cerco a las malas leyes no es tarea fácil, especialmente cuando el estamento político enreda con su demagogia de doble sentido. Según Denis Diderot “cualquiera que asuma, en virtud de su autoridad privada, la responsabilidad de infringir una ley mala, autoriza con ello a todos los demás a infringir las buenas”. La disidencia filosófica de Eurípides se manifestaba de otra manera en The Bacchae, 405 años a.C.: “Una causa justa no necesita interpretación; lleva su propio caso, pero el argumento injusto, puesto que es enfermo, necesita una medicina inteligente”.
La ley es un instrumento disuasivo, no persuasivo. Según Thomas Fuller, “la ley no puede persuadir donde no puede castigar”. También opinaba que “cuantas más leyes, más infractores”. Por otra parte, el exceso de leyes no garantiza justicia. Quizá todo lo contrario; indica una sobre-regulación, un abuso de autoridad que coarta libertad. Un proverbio alemán lo defiende así: “Cuantas más leyes menos justicia”.
“El mal no debe triunfar por tecnicismos”, pero la experiencia cotidiana demuestra que los tecnicismos hacen de yunque -la maldad hace de fuego y la política hace de martillo- para doblar la ley y moldearla según la forma que requieren los intereses del momento»
La ley es la muleta de la razón. En sus Reminisces (1960), Félix Frankfurter decía:
“Por frágil que sea la razón y limitada que sea la ley como medio institucionalizado de la razón, eso es todo lo que tenemos entre nosotros y la tiranía de la mera voluntad y la crueldad del sentimiento desenfrenado e indisciplinado”. Santo Tomás de Aquino refina la idea en su Summa Theologiae: “La ley humana es ley sólo en virtud de su conformidad con la recta razón, y por esto es evidente que emana de la ley eterna. En la medida en que se aparta de la recta razón se llama ley injusta; y en tal caso, no es ley en absoluto, sino más bien una afirmación de la violencia”. Este razonamiento lógico y sensible choca con la visión rígida de otros, como el obispo Samuel Horsley, que el 13 de noviembre de 1795, en la Cámara de los Lores, arengaba a sus señorías: “En este país, señores, el sujeto individual no tiene nada que hacer con las leyes, sino obedecerlas”.
La ley debe tener un sentido lógico de la medida; debe ser sensible a la realidad. De lo contrario, ocurre lo que preconizaba Benjamin Franklin en Poor Richard’s Almanack: “Las leyes demasiado suaves rara vez se obedecen; las leyes demasiado severas rara vez se ejecutan”. Para Mohandas K. Gandhi, “una ley injusta es en sí misma una especie de violencia; y el arresto por su violación lo es aún más”. Cuando las leyes y la justicia se divorcian en aras de los intereses de un intermediario es entonces cuando la violencia se hace extrema. Cuando fracasa la ley, se desmorona el andamio de la justicia y atrapa debajo a todas sus víctimas. Henry Ward Beecher decía que “las riquezas sin ley son más peligrosas que la pobreza sin ley.”
En Justice, la fantasía hedónica de John Gals-Worthy, novelista y dramaturgo inglés, famoso por La saga de los Forsyte, se vende un concepto idílico de justicia que solo es posible en obras de ficción: “La ley es lo que es: un edificio majestuoso que nos cobija a todos y en el que cada piedra descansa sobre otra”. Alaba a arquitectos y aparejadores, pero no habla de albañiles y canteros. De ello se encarga Jean Giraudoux en The Mad-woman of Chaillot (1945)(“Eres abogado; es tu deber mentir, ocultar y distorsionar todo, y calumniar a todo el mundo”) y en Tiger at the Gates (1935): “No hay mejor manera de ejercitar la imaginación que el estudio de la ley. Ningún poeta ha interpretado jamás la naturaleza con tanta libertad como un abogado interpreta la verdad”. Más que un edificio majestuoso, la justicia es una mesa de póker con cuatro jugadores (acusado, abogado, fiscal y juez) en la cual, por ganar, todos mienten para confundir al juez, que no siempre sabe de qué va el juego.
«El exceso de leyes no garantiza justicia. Quizá todo lo contrario; indica una sobre-regulación, un abuso de autoridad que coarta libertad. Un proverbio alemán lo defiende así: “Cuantas más leyes menos justicia”. La ley es la muleta de la razón»
La teoría de la ley es que nos hace a todos iguales. 500 años a.C. Heráclito ya defendía que “el pueblo debe luchar por su ley como por la muralla de su ciudad”. En su primer discurso inaugural como 18º presidente de los Estados Unidos, el 4 de marzo de 1869, el laureado republicano Ulysses S. Grant, líder del Ejército de la Unión al final de la guerra de Secesión, declaraba: “Las leyes deben gobernar a todos por igual: a los que se oponen a ellas y a los que las favorecen. No conozco ningún método para derogar leyes malas o desagradables que sea tan eficaz como su estricta ejecución”. Billings Learned Hand, abogado, filósofo judicial y juez federal de primera instancia en el Tribunal de Distrito de los Estados Unidos para el Distrito Sur de Nueva York de 1909 a 1924, tenía otra visión en un discurso dado en Washington el 11 de mayo de 1929: “Hay algo monstruoso en las órdenes expresadas en un lenguaje inventado y desconocido; un amo extraño es lo peor de todo. El lenguaje de la ley no debe ser extraño a los oídos de quienes deben obedecerla”. Oliver Goldsmith, escritor y médico irlandés, conocido por su novela The Vicar of Wakefield (1766) y su poema pastoral The Deserted Village (1770), era mucho más radical: “Las leyes aplastan a los pobres, y los ricos gobiernan la ley”. Y eso fue, es y seguirá siendo así mientras las leyes sean hechas por bichos de la misma especie que las han elaborado hasta ahora.
Jacques Anatole François Thibault (más conocido como Anatole France) ironizaba con “el majestuoso igualitarismo de la ley, que prohíbe a ricos y pobres dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan…”
Oliver Wendell Holmes, médico, escritor famoso y uno de los poetas estadounidenses más reconocidos del siglo XIX, decía en un discurso en Boston el 8 de enero de 1897: “La ley es el testigo y el depósito externo de nuestra vida moral. Su historia es la historia del desarrollo moral de la raza”.
Thomas Jefferson, en una carta escrita a Samuel Kercheval el 12 de julio de 1816, le aconsejaba: Las leyes y las instituciones deben ir de la mano con el progreso de la mente humana. Kercheval era abogado y autor de A History of the Valley of Virginia, en donde daba información sobre los primeros asentamientos blancos del valle de Shenandoah y el río South Branch Potomac y sus encuentros con los indígenas locales. Unos 40 años antes, Samuel Johnson, poeta, ensayista, biógrafo, crítico literario y lexicógrafo inglés, una de las figuras literarias más importantes de Inglaterra, autor del primer diccionario de la lengua inglesa, y considerado por muchos como el mejor crítico literario en idioma inglés, había dicho: “La ley es el resultado último de la sabiduría humana que actúa sobre la experiencia humana en beneficio del público”.
«John F. Kennedy insistía: “Nuestra nación está fundada en el principio de que la observancia de la ley es la salvaguarda eterna de la libertad y el desafío a la ley es el camino más corto hacia la tiranía”
Theodore Roosevelt, vigésimo sexto presidente de los Estados Unidos desde 1901 hasta 1909, en un discurso en enero de 1904, dejaba claro al pueblo americano que “ningún hombre está por encima de la ley y ningún hombre está por debajo de ella; ni pedimos permiso a nadie cuando le pedimos que la obedezca”. Hubert Horatio Humphrey Jr., farmacéutico y político estadounidense, que llegó a ser Vicepresidente de los Estados Unidos entre 1965 y 1969, manifestaba en un discurso en Williamsburg, el 1 de mayo de 1965: “No hay suficientes cárceles, no hay suficientes policías, no hay suficientes tribunales para hacer cumplir una ley que no cuenta con el apoyo del pueblo. En un discurso televisado el 30 de septiembre de 1962, John F. Kennedy insistía: “Nuestra nación está fundada en el principio de que la observancia de la ley es la salvaguarda eterna de la libertad y el desafío a la ley es el camino más corto hacia la tiranía”. Lástima que muchos políticos, juristas y personajes de la vida pública española actual no hayan tenido ocasión de ver el programa. La idea no es nueva; viene importada de John Locke, que en el 1690, en Two Treatises on Government, ya ilustraba a los políticos con su contundente sentencia: “Donde termina la ley, comienza la tiranía”. El debate de la Constitución tampoco es nuevo. En una carta de 1770, el escritor inglés Horace Walpole escribía a Sir Horace Mann, diplomático inglés en Florencia: “Todo el mundo habla de la Constitución, pero todos olvidan que la Constitución es muy buena y que funcionaría muy bien si la dejaran en paz”.
Walter Savage Landon decía en Diógenes y Platón (1824-53): “Muchas leyes hacen hombres malos, así como los hombres malos hacen muchas leyes”. En el año 29 a.C., Livio escribía en Ab Urbe Condita: “Ninguna ley es apropiada para todos”. Montesquieu también hizo su aportación en L’Esprit des lois (1748): “Las leyes inútiles debilitan a las necesarias”. Un siglo antes, Pascal razonaba en sus Pensées: “La ley, que en otro tiempo se introdujo sin razón, se ha vuelto razonable”.
En el siglo III, Diógenes Laertius atribuye a un agudo Solón, filósofo que supuestamente había vivido entre los siglos VI y VII a.C., el sutil comentario: “Las leyes son como telarañas que, si algo pequeño cae en ellas, lo atrapan, pero las cosas grandes las atraviesan y escapan”. La idea fue rescatada por el anglicano Jonathan Swift en A Tritical Essay upon the Faculties of the Mind: “Las leyes son como telarañas, que pueden atrapar pequeñas moscas, pero dejan pasar avispas y avispones”.
«Las leyes no definen un buen gobierno, ni una sociedad castrada, arreactiva, sometida a la apatía del abuso persistente, es una sociedad beneficiada por la laxitud legislativa de los títeres que ostentan el poder otorgado negligentemente por el pueblo»
Morton Irving Seiden, en su famosa obra de 1967, The Paradox of Hate: A Study in Ritual Murder, dice: “Siempre se puede legislar contra actos específicos de maldad humana; pero nunca se puede legislar contra la irracionalidad”.
En El Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau, en 1762, el polímata francosuizo señalaba que «las buenas leyes conducen a la creación de otras mejores; las malas traen otras peores”. Wendell Phillips, abogado estadounidense que defendió la causa del abolicionismo y a los indígenas norteamericanos, en un discurso del 12 de abril de 1852, recomendaba: “El mejor uso de las buenas leyes es enseñar a los hombres a pisotear las malas leyes”. Y Bertrand Russell dejó claro en sus Ensayos Impopulares de 1950 que “el gobierno puede existir fácilmente sin la ley, pero la ley no puede existir sin gobierno”.
Un gobierno no se mide por las leyes que decreta, ni una sociedad se mide por su tasa de delitos. Las leyes no definen un buen gobierno, ni una sociedad castrada, arreactiva, sometida a la apatía del abuso persistente, es una sociedad beneficiada por la laxitud legislativa de los títeres que ostentan el poder otorgado negligentemente por el pueblo. La medida de un buen gobierno está en el grado de libertad, armonía y capacidad de progreso de una sociedad en la que la ley es un referente de equilibrio y garantía de igualdad y respeto.
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