29 noviembre, 2024
Días atrás, en la cuenta @EuprepioPadula, de la red social X, se escribía algo muy improcedente: “Katy Silva ha sido absuelta. Su abogado dijo que se había montado un “folclore homosexual” alrededor del caso. ¡Para vomitar! Ojalá el karma acompañe a los dos y no vuelvan a dormir tranquilos”.
Dicho comentario me hizo reflexionar sobre algo que sólo se sabe lo importante que es cuando no se tiene.
En el marco del proceso penal, el derecho de defensa constituye una piedra angular de la tutela judicial efectiva y del debido proceso, reconocidos tanto en el ordenamiento jurídico español como en los instrumentos internacionales de derechos humanos. La garantía de que toda persona, independientemente de la naturaleza o gravedad del hecho que se le atribuya, pueda ejercer su derecho a una defensa técnica y material es un baluarte esencial del Estado de Derecho. Este principio no es meramente formal: está íntimamente ligado a la dignidad inherente al ser humano y al compromiso constitucional de preservar los derechos fundamentales, incluso frente a los actos más atroces.
El artículo 24.2 de la Constitución Española establece con meridiana claridad que todos tienen derecho “a la defensa y a la asistencia de letrado”. Este mandato no admite excepción. No se fragmenta ni se debilita por la condición moral, social o criminal del acusado. La presunción de inocencia, que acompaña a todo investigado hasta que una sentencia firme disponga lo contrario, actúa como un blindaje frente a juicios prematuros y al linchamiento social que, con frecuencia, pretende anticiparse al resultado del proceso judicial. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reiterado en numerosas ocasiones la importancia de que este derecho no sea vaciado de contenido, destacando que la protección de los derechos fundamentales debe ser garantizada incluso frente al clamor popular.
La función del abogado defensor en estos casos se enfrenta a retos significativos, pues la labor de garantizar el respeto de los derechos del investigado a menudo entra en conflicto con las emociones y la presión social que despiertan ciertos delitos. Pensemos en el último caso mediático por definición, el del Samuel Luiz. En este tipo de juicios, la opinión pública puede percibir el trabajo de la defensa como una afrenta moral o una injusticia hacia las víctimas. Sin embargo, el abogado defensor no puede, ni debe, sucumbir a esas presiones externas. Su deber es doble: velar por los derechos del acusado y garantizar que el proceso sea justo.
El ejercicio de la defensa implica, en primer lugar, que el abogado esté dispuesto a cuestionar de manera rigurosa y profesional los argumentos de la acusación. Esto puede traducirse en desacreditar pruebas que se hayan obtenido ilícitamente o señalar inconsistencias en los testimonios de los testigos. Aunque ello suponga la absolución de alguien cuya culpabilidad pueda parecer evidente, este resultado no es un fallo del sistema, sino una reafirmación de sus principios esenciales.
No debe confundirse la labor de la defensa con una validación de la conducta del acusado. Defender a alguien acusado de un delito grave no implica justificar sus actos ni desconocer el sufrimiento de las víctimas. Por el contrario, lo que está en juego es asegurar que el sistema judicial opere dentro de los límites de la legalidad y el respeto a los derechos fundamentales. Un sistema que niega el derecho de defensa a los peores criminales pone en peligro las garantías de todos, pues el debilitamiento de un derecho fundamental en un caso extremo abre la puerta a vulneraciones en contextos menos evidentes.
En definitiva, y para concluir, no todo vale.
Alerta