21 agosto, 2024
Dr. José Castillo Sánchez
Decía mi admirado Claude Bernard –biólogo, médico y fisiólogo francés del siglo XIX– que «quien no sabe lo que busca, no entiende lo que encuentra», aforismo con el que atormenté a muchas promociones de médicos y que motiva estas reflexiones. A esta perspectiva añado la lucidez de Jane Austin en la inolvidable Orgullo y prejuicio: «No me importa caminar; no hay distancias cuando se tiene un motivo». Vivimos en una sociedad desnortada que va dando tumbos en un mundo cada vez más complejo. La pregunta sobre qué tipo de sociedad deseamos construir es una de las más importantes que podemos hacernos como individuos y como colectivo. Es una invitación a imaginar un futuro mejor, a definir los valores que queremos que guíen nuestras acciones y a trazar un camino hacia un mundo más justo, equitativo y sostenible. Una ventana a la que asomarse para imaginar y soñar.
Empezando por uno mismo, ¿qué busca nuestro cerebro? El cerebro, esa compleja red de neuronas, es una máquina diseñada para que sobrevivamos y prosperemos. El cerebro está programado para mantenernos a salvo, para buscar comida, agua y refugio y para evitarnos peligros; esta es la función primordial que nos ha permitido evolucionar. Nos impulsa a buscar pareja y a reproducirnos, asegurando así la continuidad de nuestra línea genética. Como somos animales sociales, el cerebro busca la compañía de otros, la aceptación y el amor. Asimismo, busca nuevas experiencias y conocimientos, lo que nos permite adaptarnos a un mundo en constante cambio. También liberamos neurotransmisores, como la dopamina, cuando experimentamos placer, lo que refuerza comportamientos que nos benefician y nos evitan el dolor físico y emocional. Pero además de estos objetivos, los seres humanos sentimos la necesidad innata de comprender el mundo que nos rodea y encontrar un significado a nuestra existencia. Buscamos desarrollar habilidades, conocimientos y potencial. A nivel colectivo, nos preguntamos qué tipo de mundo queremos construir para las futuras generaciones, cuáles son los desafíos más urgentes que debemos afrontar y qué valores compartimos como sociedad. Podemos ser espectadores pasivos y dejarnos ir como un barco a la deriva, o podemos ser agentes de nuestro propio destino.
Muchas personas han perdido la confianza en los políticos tradicionales y en las instituciones; los mensajes utópicos, al prometer romper con el sistema establecido, resultan atractivos para quienes buscan alternativas. Las redes sociales contribuyen a la expansión de la ultraderecha
En la búsqueda personal del sentido de la vida juega un papel importante cómo procesa el cerebro la existencia de Dios. La neurociencia ofrece herramientas para explorar los mecanismos cerebrales involucrados en la experiencia religiosa, aunque no puede explicar por completo la complejidad de la fe. Cuando una persona vive una experiencia religiosa, los estudios de resonancia magnética funcional muestran una activación del núcleo accumbens, del sistema límbico y de la corteza prefrontal. El cerebro busca sentido: la creencia en un ser superior puede ser una forma de encontrar un significado más profundo de la existencia, pero la experiencia religiosa es subjetiva y cada persona experimenta sus creencias de una manera única. Las creencias religiosas están moldeadas por nuestra cultura, educación y experiencias personales. Algunos científicos argumentan que el cerebro puede ser engañado para creer en cosas que no existen, como Dios. Sin embargo, esta perspectiva reduce la experiencia religiosa a un mero fenómeno neuronal, ignorando su dimensión subjetiva. La creencia en Dios es una experiencia profundamente personal y no se puede reducir a una simple explicación biológica y cerebral.
Otro aspecto pertinente es el de si el cerebro nos predispone a la bondad o a la maldad. Aunque somos el resultado de una naturaleza innata, también lo somos de nuestras experiencias, del entorno y de nuestra educación. No existe, alojado en el interior del cráneo, un gen de la bondad ni un centro del mal. La capacidad para hacer el bien o el mal depende de la plasticidad cerebral, la cual se adaptará a la compleja interacción entre factores biológicos, psicológicos y sociales. Somos seres sociales y nuestras acciones están moldeadas por las normas, los valores y las expectativas de la sociedad en la que vivimos. Todos somos capaces de hacer el bien y el mal y, en todo caso, somos responsables de nuestro comportamiento.
Vivimos en una sociedad desnortada que va dando tumbos en un mundo cada vez más complejo. La pregunta sobre qué tipo de sociedad deseamos construir es una de las más importantes que podemos hacernos como individuos y como colectivo
Sentadas las bases del individuo, podemos reflexionar sobre el futuro compartido: ¿qué sociedad queremos? Esta pregunta es una invitación a imaginar un futuro mejor, a definir los valores que queremos que guíen nuestras acciones y a trazar un camino hacia un mundo más justo, equitativo y sostenible. Para diseñar la sociedad que queremos en la segunda mitad del siglo XXI, deberíamos seleccionar los ejes sobre los cuales pivotaría el modelo social. ¿Siguen siendo útiles valores fundamentales como la solidaridad, la libertad y el respeto por la diversidad?; ¿queremos una sociedad que priorice la salud física y mental, el ofrecer oportunidades, el acceso a la educación y la seguridad?; ¿cómo podemos reducir el impacto ambiental y garantizar un futuro para las generaciones venideras?; ¿cómo queremos que la tecnología influya en nuestras vidas?; y, ¿cómo queremos que se organice nuestra sociedad y qué tipo de sistema político y económico deseamos? Pero, más a corto plazo, los desafíos a los que nos enfrentamos no admiten demora alguna: la urgencia de adoptar medidas que mitiguen los efectos del cambio climático y la adaptación a un planeta en transformación; la creciente brecha entre ricos y pobres, tanto a nivel nacional como global; la polarización política, la proliferación de noticias falsas y la manipulación de la información que imposibilitan el debate político; la crisis de las democracias en muchos países y la necesidad de fortalecer las instituciones democráticas; o el impacto de la automatización en el mercado laboral y las exigencia de repensar el trabajo y la educación.
La influencia de las religiones en la sociedad y en la convivencia es un tema que ha generado y sigue generando debates y reflexiones. Las religiones han sido utilizadas para justificar guerras, genocidios y otras formas de violencia. Muchas religiones han excluido a grupos sociales por motivos de raza, de género, de orientación sexual o de credo y el fundamentalismo religioso, que se aferra a una interpretación estricta de los textos sagrados, lleva a actitudes intolerantes y dogmáticas. Diversos estudios han demostrado que no existe una correlación clara entre la religiosidad y el comportamiento altruista o prosocial. Incluso algunos estudios sugieren que los ateos pueden mostrar niveles más altos de empatía y altruismo que los creyentes. Las sociedades del mundo que son más seculares poseen mejores parámetros de salud social. La sociedad española, mayoritariamente católica, aunque sea de forma teórica, muestra incongruencias en la convivencia y en el progreso social. Con alguna excepción fundamentalista, los creyentes practicantes de base suelen mostrar actitudes evangélicas de las bienaventuranzas promulgadas por Jesús. Sin embargo, la jerarquía católica no parece ser una entidad cohesionadora. Esta jerarquía es fruto de la transformación del cristianismo en una iglesia institucionalizada, donde la consolidación del obispo en paralelo con la jerarquía civil produjo la división entre clero y laicado. La jerarquía de la Iglesia católica en España muestra actitudes reaccionarias y corporativistas (como por desgracia se ha demostrado), es intolerante y evidencia una considerable altivez, actitud muy diferente de la que cabría esperar de las enseñanzas evangélicas. Incluso su actitud pastoral no parece coincidir con la emanada por el Vaticano. De todas formas, lo importante es fomentar un diálogo respetuoso entre las diferentes creencias y promover valores universales como la tolerancia, la igualdad y la justicia. Cualquier imposición debe ser rechazada. Una sociedad laica que implique libertad religiosa, en la que exista una nítida separación de Iglesia y Estado, y que este no imponga sus creencias a la sociedad, fomente la tolerancia hacia diferentes creencias y culturas, garantice la igualdad de todos los ciudadanos y favorezca la libertad de pensamiento, debe ser el modelo para diseñar una nueva sociedad.
Algunos científicos argumentan que el cerebro puede ser engañado para creer en cosas que no existen, como Dios. Sin embargo, esta perspectiva reduce la experiencia religiosa a un mero fenómeno neuronal, ignorando su dimensión subjetiva. La creencia en Dios es una experiencia profundamente personal y no se puede reducir a una simple explicación biológica y cerebral
La ultraderecha, sin duda, plantea un conjunto de desafíos y riesgos significativos para nuestras sociedades. Aunque es importante analizar cada contexto político de manera individual, hay ciertos patrones y tendencias que se repiten y permiten identificar peligros en común. La ultraderecha suele tener una visión restrictiva de los derechos humanos, especialmente en lo que respecta a minorías étnicas, religiosas, sexuales y de género. Con frecuencia, promueve políticas discriminatorias y xenófobas que socavan los principios de igualdad y tolerancia. Se alimenta de la polarización social y exacerba las diferencias entre grupos sociales. Presenta un discurso populista y simplista, que apela a las emociones y a los miedos de la población, y niega o minimiza crímenes de lesa humanidad cometidos en el pasado. Esta ideología puede generar un clima de polarización y hostilidad que facilita la aparición de la violencia. En la lucha por el voto, la ultraderecha fuerza a partidos de derecha democrática a asumir algunos de sus postulados, lo que constituye otro peligro de gran importancia para la convivencia política y social.
A pesar de todo ello, los partidos de ultraderecha están experimentando un crecimiento significativo, con una progresiva representación en los parlamentos. Varios factores pueden influir en la expansión de estas ideologías totalitarias y reaccionarias. Muchas personas se sienten frustradas por la situación actual y anhelan un cambio radical y rápido. Los mensajes utópicos, al prometer un futuro idealizado y muy diferente del presente, pueden resultar atractivos para quienes buscan una transformación profunda; los jóvenes, en particular, suelen ser más propensos a creer en ideales y a buscar soluciones sencillas a problemas complejos. Los mensajes utópicos suelen ser más simples y fáciles de entender que las propuestas políticas complejas y matizadas, y, además, estos mensajes suelen apelar a las emociones en lugar de a la razón. Muchas personas han perdido la confianza en los políticos tradicionales y en las instituciones; los mensajes utópicos, al prometer romper con el sistema establecido, resultan atractivos para quienes buscan alternativas. Las redes sociales contribuyen a la expansión de la ultraderecha al facilitar la difusión de mensajes simples y emotivos. Además, en tiempos de incertidumbre, las personas buscan certezas y soluciones fáciles, porque proporcionan una falsa sensación de seguridad. La educación, la defensa de los derechos humanos y el fortalecimiento de las instituciones democráticas deben ser los ejes para evitar la expansión de la ultraderecha.
¿Siguen siendo útiles valores fundamentales como la solidaridad, la libertad y el respeto por la diversidad?; ¿queremos una sociedad que priorice la salud física y mental, el ofrecer oportunidades, el acceso a la educación y la seguridad?;¿cómo podemos reducir el impacto ambiental y garantizar un futuro para las generaciones venideras?; ¿cómo queremos que la tecnología influya en nuestras vidas?
Predecir el modelo de sociedad para la segunda mitad del siglo XXI es un ejercicio complejo y especulativo. Las transformaciones sociales, tecnológicas y económicas son tan rápidas y profundas que cualquier pronóstico está sujeto a revisiones constantes. Sin embargo, se pueden identificar algunas tendencias y desafíos que podrían moldear el futuro de nuestra sociedad. La digitalización y la globalización continuarán avanzando, creando sociedades cada vez más interconectadas; las redes sociales, el internet de las cosas y la inteligencia artificial jugarán un papel central en nuestras vidas. La creciente conciencia sobre el cambio climático y la escasez de recursos naturales impulsarán la búsqueda de modelos de producción y consumo más sostenibles. La inteligencia artificial transformará numerosos sectores, desde la industria hasta la salud, generando nuevos desafíos en términos de empleo y desigualdad. Los avances en biotecnología podrían revolucionar la medicina, la agricultura y la energía, pero también plantearán dilemas éticos. La población mundial seguirá concentrándose en las ciudades, lo que requerirá nuevas formas de urbanismo y de gestión de los espacios habitables. El aumento de la esperanza de vida ya plantea desafíos en términos de sistemas de pensiones y atención sanitaria. La creciente desigualdad económica y social será un desafío clave para las sociedades futuras, y la necesidad de abordar problemas globales, como el cambio climático, los movimientos migratorios y las pandemias, requerirá nuevas formas de gobernanza a nivel internacional.
En este contexto podemos cuestionarnos si nos conviene más una sociedad progresista o una conservadora. La noción de progreso es subjetiva y varía según los valores y prioridades de cada individuo y sociedad. Las sociedades progresistas suelen estar más abiertas a nuevas ideas y tecnologías, tienden a priorizar la igualdad de oportunidades y la justicia social y suelen defender las libertades individuales y los derechos humanos. Las sociedades más conservadoras pueden ofrecer mayor estabilidad y continuidad, defender valores tradicionales y ser más cuidadosas en preservar el patrimonio cultural y las tradiciones. Ambos modelos presentan fortalezas y debilidades y el progreso depende de una combinación de factores que varían según el contexto histórico y cultural. El progreso no es un proceso lineal, sino más bien un movimiento pendular entre diferentes valores y prioridades. Además, lo que se considera progresista en un momento dado puede convertirse en conservador pasado el tiempo.
«La jerarquía de la Iglesia católica en España muestra actitudes reaccionarias y corporativistas (como por desgracia se ha demostrado), es intolerante y evidencia una considerable altivez, actitud muy diferente de la que cabría esperar de las enseñanzas evangélicas. Incluso su actitud pastoral no parece coincidir con la emanada por el Vaticano»
Ante esta situación compleja, el liderazgo político que necesitamos debe ser capaz de ofrecer soluciones innovadoras y sostenibles. Los líderes deben ser capaces de pensar más allá de los próximos ciclos electorales y desarrollar visiones de futuro que inspiren y movilicen a la sociedad. El mundo cambia a un ritmo acelerado, por lo que los líderes deben adaptarse rápidamente a las nuevas circunstancias y tomar decisiones basadas en la evidencia. Los problemas globales requieren soluciones globales, por lo que deben ser capaces de trabajar en colaboración con los demás. La confianza en las instituciones democráticas es fundamental, por lo que deben ser transparentes en sus acciones y decisiones y rendir cuentas a la ciudadanía. La capacidad de gestionar las emociones propias y ajenas es esencial para construir relaciones sólidas y liderar equipos de trabajo, con empatía para comprender las necesidades y preocupaciones de las personas a las que representan y tomar decisiones que beneficien al mayor número posible de ciudadanos. Precisamos líderes que pongan sus objetivos en nosotros y no en su supervivencia política o en la de sus partidos.
Individual y colectivamente somos responsables de la sociedad actual y sobre todo de la que se desarrollará en el futuro. Dejar que unos cuantos extremistas decidan adónde queremos ir, mientras cómodamente miramos a otro lado, es un acto de cobardía, impropio de la responsabilidad que debemos asumir como herederos de la evolución realizada por el Homo sapiens. No aplacemos lo que debemos hacer hoy para crear el futuro; en la vida no debemos ser perezosos.
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