27 noviembre, 2024
Dr. José Castillo Sánchez
Habitualmente, achacamos la corrupción a los políticos, a los jueces, a los medios de comunicación, a los grandes empresarios, a las jerarquías religiosas y a otros poderes del Estado. Esta focalización facilita que la sociedad esté libre de culpa: la corrupción es un problema de ellos y nosotros somos víctimas de unos sinvergüenzas y desalmados. Sin embargo, la realidad es tozuda. Hace no tantos años, en una comunidad autónoma española, se demostró judicialmente la implicación de miembros de un partido político en prácticas corruptas; en las inmediatas elecciones, ese partido incrementó notablemente su representación. En estas últimas semanas, diversas sentencias judiciales han condenado por corrupto a Donald Trump, quien además ha realizado su campaña contra diversos colectivos y ha conseguido incrementar su ventaja electoral en más del 10% (incluidos aquellos a los que demonizó) de los votos en relación con las elecciones previas. En ambos ejemplos, y en muchos más, se demuestra que la corrupción no penaliza, sino que incrementa el apoyo de la ciudadanía. Tendremos que repensar quién es el corrupto.
«La corrupción ofrece la tentación de obtener beneficios económicos o de poder de manera rápida y sin el esfuerzo que implica el trabajo honesto. La posibilidad de enriquecerse rápidamente o de obtener privilegios sin merecerlos puede ser muy seductora»
La corrupción es un fenómeno complejo que va más allá de los actos individuales y se refiere a la práctica generalizada de utilizar cualquier tipo de poder para obtener beneficios personales o de grupo, en detrimento del bien común. Esta normalización de las prácticas corruptas impacta de modo devastador en la sociedad, erosionando la confianza de los ciudadanos en las instituciones, desviando recursos que podrían utilizarse para mejorar los servicios públicos y el desarrollo económico –beneficiando a unos pocos en detrimento de una mayoría que, paradójicamente, apoya estas conductas– y socavando los principios fundamentales de la democracia y del Estado de derecho.
Esta cultura de la corrupción es un ambiente social donde estas prácticas viciadas son percibidas como normales, aceptables o incluso necesarias para alcanzar el éxito. Vivimos en un sistema de valores distorsionado donde se prioriza el beneficio personal por encima del bien común y donde la ley y las normas éticas son vistas como obstáculos y no como guías. Hemos llegado a esta cultura de la corrupción porque esta actitud es tan frecuente que se considera una forma habitual de la vida cotidiana. Al no tener consecuencias legales o sociales, se envía el mensaje de que estas acciones están permitidas y de que las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley son débiles o corruptas. Además, nuestros modelos de éxito son tan mediocres y corruptos que exportan la señal de que estas prácticas son aceptables.
La corrupción puede parecer atractiva para algunos debido a una serie de factores que, si bien son perversos, suelen estar presentes en situaciones donde esta práctica se vuelve común. La corrupción ofrece la tentación de obtener beneficios económicos o de poder de manera rápida y sin el esfuerzo que implica el trabajo honesto. La posibilidad de enriquecerse rápidamente o de obtener privilegios sin merecerlos puede ser muy seductora. Cuando se percibe que la corrupción es común y que las consecuencias legales son leves o inexistentes, se genera un sentimiento de impunidad que alienta a más personas a participar en estas prácticas. La presión social para participar de este ambiente puede ser muy fuerte, especialmente cuando se depende de redes de contacto o de favores. Además, la corrupción prospera en entornos donde los valores éticos están debilitados o se prioriza casi exclusivamente el interés personal.
La corrupción, como fenómeno social, no surge de la nada. A menudo, es el resultado de una compleja interacción de factores estructurales que crean las condiciones propicias para su desarrollo y proliferación. Estas causas profundas, arraigadas en los sistemas políticos, económicos y sociales, son más difíciles de erradicar que las manifestaciones individuales de la corrupción. Nuestras instituciones son débiles y la riqueza se concentra en unas pocas manos que ejercen una influencia desproporcionada en las decisiones políticas y económicas. Estas manos secuestran al Estado impulsando políticas que favorecen sus intereses particulares y normalizan la corrupción. Además, se está desarrollando una cultura de la impunidad: cuando los corruptos no son castigados de manera ejemplar, se envía el mensaje de que la corrupción es tolerada.
«Las redes de corrupción se han vuelto más complejas y sofisticadas, aprovechando la fragmentación de las regulaciones y la dificultad de rastrear los flujos financieros a través de múltiples jurisdicciones. La globalización facilita el anonimato financiero, lo que permite a los corruptos ocultar su identidad y el origen de sus fondos»
La globalización, con su interconexión económica y cultural a escala mundial, ha transformado profundamente la sociedad. Sin embargo, este proceso no ha estado exento de consecuencias negativas, y una de ellas es la intensificación de la corrupción. La globalización ha creado nuevas y numerosas oportunidades para que los actores corruptos operen a escala internacional; las transacciones comerciales transfronterizas, las inversiones extranjeras directas y los flujos financieros globales ofrecen múltiples vías para ocultar activos y realizar operaciones ilegales; las redes de corrupción se han vuelto más complejas y sofisticadas, aprovechando la fragmentación de las regulaciones y la dificultad de rastrear los flujos financieros a través de múltiples jurisdicciones. La globalización facilita el anonimato financiero, lo que permite a los corruptos ocultar su identidad y el origen de sus fondos. En este entorno globalizado, las empresas pueden verse tentadas a recurrir a prácticas corruptas, como el trabajo infantil, la explotación laboral y la evasión de impuestos, para obtener una ventaja competitiva, especialmente en países con instituciones débiles y altos niveles de corrupción.
El papel de los medios de comunicación en la lucha contra la corrupción resulta ambivalente; si bien pueden ser un poderoso instrumento para denunciar y combatir este flagelo, también pueden ser cómplices de los corruptos. En demasiados casos, los medios pueden manipular la información o censurar ciertas noticias para proteger intereses particulares, como los de sus propietarios o de poderosos grupos de interés. En ocasiones, los medios pueden verse involucrados en redes de corrupción, ya sea al recibir sobornos o al participar en acuerdos de silencio. Es práctica habitual para la búsqueda de audiencias y la competencia entre medios, la cobertura sensacionalista y polarizada de los casos de corrupción. La propiedad de los medios, la presión política, la dependencia de subvenciones públicas, la publicidad y los intereses económicos también son factores que pueden favorecer la facilitación de la corrupción de los medios de comunicación.
A pesar de que la corrupción es un fenómeno ampliamente condenado, existen diversas razones que explican por qué persiste –en múltiples y comprobados casos, pasados y recientes, es vista como una estrategia para alcanzar el éxito– y por qué la sociedad premia a los corruptos. La corrupción se ve fomentada por la percepción de que a nadie le pasa nada, resulta atractiva porque produce beneficios a corto plazo y emerge como una forma de avanzar en la vida, mediante la emulación de las actitudes de los líderes que triunfan. Por si fuese poco, se ve alentada por la debilidad de las instituciones y recibe miles de likes en las redes de comunicación social. La falta de educación cívica proporciona todo el entramado que favorece la impunidad y el aplauso de la corrupción social.
«La corrupción es un cáncer, muchas veces silente, que carcome las sociedades: debilita las instituciones, socava la confianza y frena el desarrollo. A corto plazo, la corrupción incrementa la desigualdad, concentra la riqueza en pocas manos y amplía la brecha entre ricos y pobres»
La corrupción es un cáncer, muchas veces silente, que carcome las sociedades: debilita las instituciones, socava la confianza y frena el desarrollo. A corto plazo, la corrupción incrementa la desigualdad, concentra la riqueza en pocas manos y amplía la brecha entre ricos y pobres; desvía los recursos destinados a la educación, salud y otros servicios esenciales hacia manos privadas; fomenta la impunidad y la violencia, ya que los grupos criminales pueden aprovechar las redes corruptas para operar con mayor facilidad: todo ello debilita la democracia. A largo plazo, la corrupción desincentivará la inversión y frenará el crecimiento económico, debilitará el Estado de derecho, generará conflictos sociales y las sociedades serán más vulnerables a la influencia e injerencia de otros países.
La corrupción es un problema muy grave que afecta a todos los aspectos de nuestra sociedad. Si no actuamos ahora, las consecuencias serán devastadoras para las generaciones futuras. Echarles la culpa a unos cuantos líderes es echar balones fuera. Corrupta es la sociedad que entre todos hemos desarrollado. Es la hora de unir fuerzas y construir un futuro más justo y equitativo para todos. Debemos potenciar algunos valores que, a pesar de los desafíos, siguen siendo relevantes y fundamentales para la convivencia humana: justicia, solidaridad, respeto, honestidad y responsabilidad. Sin embargo, estos valores se enfrentan a desafíos significativos: relativismo moral, individualismo exacerbado, materialismo y consumismo. En definitiva, la preservación de los valores éticos es una tarea que nos corresponde a todos. Al fomentar la educación, el respeto, la tolerancia, la participación ciudadana y el diálogo, no solo trabajaremos por nuestro propio bienestar, sino por el futuro de las nuevas generaciones. Fallaremos el cien por cien de lo que no intentemos.
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