29 septiembre, 2024
El término Fisterra deriva del latín finis terrae (el fin de la tierra). Asociado simplemente a su topónimo, puede resultar convencional para un español y muchísimo más para un gallego, pero para el resto del planeta la palabra puede llegar a sonar escatológica desde el sentido de la Teología, en cuanto al destino último de la historia del hombre. Es allí, donde terminaban las tierras conocidas, el lugar al que asistieron y aún asisten miles de personas a lo largo de una cronología de doce siglos. Es un hecho conocido que muchos peregrinos luego de visitar el Sepulcro del Santo Apóstol, aunque ya agotados por la extenuante jornada, prosiguen hasta Fisterra como epílogo de un viaje que no quiere nunca terminarse. Y si bien hoy son impulsados por otras motivaciones turísticas como recorrer los desmesurados paisajes de la Costa da Morte, contemplar el atardecer desde su emblemático faro o directamente sentarse a gozar de comer al estilo gallego, diferente era para el peregrino medieval que era movido por otros intereses.
En aquellos tiempos no existía el turismo como un fin de disfrute; incluso era completamente diferente y casi inexistente el tiempo de ocio. Tampoco había una finalidad de contemplación paisajística: el peregrino medieval estaba impulsado principalmente por un sentido religioso, pero no únicamente por este sino que también por la travesía en sí misma. El hombre o la mujer que atravesaba el mundo para llegar hasta Santiago no solo era condecorado con el honor de un acto de profunda santidad, sacrificio y abnegación sino con la de la valentía de un héroe que se atrevió a caminar hasta donde el mundo se acababa. Y así, al volver a su tierra llegaba en plenitud espiritual, lleno de reconocimiento y sabiduría. El viajero era un conocedor por naturaleza pues sabía de cosas nuevas, cargando en su memoria historias y anécdotas de zonas lejanas y totalmente extrañas para el resto de su gente. Regresaba de allí, de donde no podía irse más lejos, después de mirarle la cara a un mar bravío e insondable, signo de los misterios absolutos y de la inmensidad que no se podía abordar.
Pero los seres humanos, inconformes, no iban a tardar demasiado en enfrentar a ese eterno mar que rompía en las rocas de Fisterra para ampliar los horizontes. De esa manera, cruzando las fronteras hacia lo desconocido, españoles y portugueses «descubrieron» América (como si antes no existiera). El camino explorador lentamente avanzó hacia el sur hasta llegar a las gélidas zonas de la actual Patagonia argentina, y allí, antes recorrer el estrecho que lleva su nombre, Hernando de Magallanes también creyó haber encontrado su propio Fisterra del otro lado del mundo. Le habían llegado rumores de que el nuevo continente terminaba en la ahora provincia de Santa Cruz, en el mismo lugar donde pocos años antes se había asentado la primera ciudad patagónica llamada Nombre de Jesús. Este poblado duró apenas unos meses: debido al clima helado y el aislamiento con otros fuertes, las provisiones eran escasas y los habitantes comenzaron a enfermar, fallecieron por desnutrición o hipotermia.
De la ciudad Nombre de Dios solo sobrevivió una persona, que se trasladó caminando durante varias semanas bajo la nieve hasta una pequeña aldea llamada «Puerto Hambre», de la que solo basta conocer su nombre para definir la calidad de vida que tenían los pioneros por entonces. Una vez a salvo, el rumor se difundió hasta llegar a los colonos: el mundo continuaba en zonas aún más australes y hacia ese lugar se dirigió Hernando de Magallanes en busca del último rincón del Planeta Tierra. El explorador llegó a Cabo Vírgenes el 21 de octubre de 1520, que fue denominado de esa manera por ser el día de «San Úrsula y las Once Mil Vírgenes». Según una leyenda muy extendida en la Edad Media, una joven llamada Úrsula («osita» en latín) se convirtió al cristianismo prometiendo guardar su virginidad. Como fue pretendida por un príncipe bretón de nombre Ereo, decidió realizar una peregrinación a Roma y así lograr la consagración de sus votos. En Roma, fue recibida por el papa Siricio que la bendijo y consagró sus votos de virginidad perpetua para dedicarse a la predicación del evangelio de Cristo. Al regresar a Germania, fue sorprendida en la ciudad de Colonia por el ataque de los hunos, en el año 451. Atila, rey de este pueblo, se enamoró de ella pero la joven se resistió y, junto a otras 11 doncellas que se negaron a entregarse a los apetitos sexuales de los bárbaros, fue violada y martirizada.
Luego de fundar un aislado caserío en homenaje a la mártir patrona de las jóvenes y las estudiantes, Hernando de Magallanes dejó escrito en su bitácora que «me encuentro conforme aquí, pues finalmente he posado mis pies sobre el verdadero fin del mundo» reflejando así la emoción de su llegada y trazando paralelismos con la península de Fisterra en A Coruña. El Cabo Vírgenes se encuentra ubicado en la provincia de Santa Cruz, en el extremo sur continental de la República Argentina y tiene sus costas sobre el Mar Argentino en el Océano Atlántico. Dicho espacio se mantuvo escasamente habitado desde entonces pero tuvo su auge poblacional a fines del siglo XIX, cuando tras el naufragio de una embarcación francesa comenzó a hallarse oro mezclado en la arena. En noviembre de 1885 explotó la fiebre aurífera; los restos del navío fueron saqueados por completo y se siguieron encontrando pepitas de oro en las playas. Hasta este rincón austral se acercó gente de toda la Patagonia, que comenzó acampando en la costa y poco a poco terminaron por asentarse. Durante un corto espacio de tiempo llegó a ser un pueblo pujante con un núcleo urbano con comercios y talleres, pero el sueño se acabó junto con el agotamiento del metal más preciado.
Sin recursos económicos, nuevamente agobiados por el clima adverso de todo el año y los constantes vientos helados de más de 100 kilómetros por hora, la enorme mayoría de sus habitantes terminó por abandonar el Cabo Vírgenes. De sus tiempos de explotación aurífera hoy queda como único símbolo el faro, que construido en apenas cuatro meses con el objetivo de asegurar la navegación en la zona, el 15 de abril de 1904 encendió sus luces a 26 metros de altura. Blanco y negro, desgastado por los vendavales y la salitre maritíma todavía permanece en funcionamiento gracias a la Universidad Nacional de la Patagonia que allí instaló una base para las misiones científicas que estudian los poderosos fenómenos climáticos de la árida estepa. Los encargados de su cuidado viven ahí mismo y se dedican a encenderlo por la tarde y apagarlo pasadas las 10 de la mañana, horario en que recién amanece. Para que se tome dimensión del aislamiento de estos terrenos basta con un detalle: a principios del año 2004, al cumplirse el centenario de su inauguración con la apertura de un pequeño museo, por primera vez se habilitó una cabina telefónica para poder comunicarse con el resto del mundo.
En el Cabo Vírgenes, el Fisterra argentino descubierto por Hernando de Magallanes a bordo de la nao Victoria (primera embarcación en dar la vuelta al mundo) hoy existe una enorme colonia de pingüinos, donde anidan 150.000 mil parejas para cortejarse cada verano y está considerada como la más grande de Sudamérica. Además es el punto cero de la Ruta Nacional 40, que atraviesa todo el país hasta su extremo norte en La Quiaca, provincia de Jujuy, en la frontera con Bolivia. Actualmente sigue siendo todo un desafío llegar a este inhóspito rincón; primero se debe atravesar por una prácticamente intransitable huella de ripio en exclusiva apta para vehículos todo terreno, hasta que el camino desaparece frente a un acantilado. Y luego, para alcanzar el faro de la antigua población de «San Úrsula y las Once Mil Vírgenes» se debe continuar varios kilómetros a pie. Por eso no quedan dudas de que el mágico encanto de llegar al fin del mundo, paradigma de los viajeros desde tiempos ancestrales, siempre ha sido un largo peregrinaje.
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