30 junio, 2025
Dr. José Castillo Sánchez
En la actualidad, asistimos a una creciente sensación de deterioro en los fundamentos que sustentan la vida en sociedad: la convivencia se vuelve frágil, la polarización política aumenta, los valores éticos universales parecen diluirse y la democracia, en muchos contextos, enfrenta crisis profundas. Esta percepción, aunque compleja, invita a una reflexión de fondo: si el cerebro humano es el órgano rector de nuestras acciones, decisiones y valores, ¿podría estar también deteriorándose? ¿Es posible que estemos experimentando no solo un declive cultural y ético, sino también una transformación –o incluso una regresión– en la manera en que funciona nuestro cerebro?
Imaginemos el cerebro como un tejido cósmico, una galaxia de neuronas que chispean y se entrelazan, forjando pensamientos y emociones. Es, sin duda, el asiento de la conciencia, el crisol donde las percepciones se transforman en ideas y los impulsos en acciones. Desde el simple parpadeo hasta la sinfonía de un concierto, cada movimiento, cada palabra, cada suspiro de amor o de ira, parece surgir de sus intrincadas profundidades. Es el cerebro quien custodia la memoria, ese vasto océano donde naufragan y flotan los recuerdos de ayer y los sueños de mañana. Es allí donde se tejen los hilos de la lógica y la razón, permitiéndonos descifrar el enigma del mundo y construir catedrales de conocimiento. La voluntad, esa chispa indomable que nos impulsa a elegir un camino entre mil, también parece residir en sus dominios, como un faro que guía nuestra nave por las turbulentas aguas de la vida. Pero si el cerebro fuera el único artífice de nuestra compleja danza existencial, seríamos autómatas exquisitamente diseñados, predecibles en cada giro y vuelta. Pero la realidad es un lienzo mucho más vasto y matizado. ¿Qué decir del espíritu, esa esencia inmaterial que algunos creen que nos habita? Es la voz silenciosa que nos susurra sobre el bien y el mal, la intuición que nos guía cuando la lógica se desvanece, la búsqueda de un propósito que trasciende lo meramente físico. ¿Es el cerebro capaz de engendrar por sí solo la compasión desinteresada, la inspiración de un artista o el anhelo de trascendencia? Nuestra conducta es también un río que fluye por los paisajes de nuestra experiencia. Cada herida, cada triunfo, cada susurro de amor o de traición, esculpe nuestro ser. La sociedad, con sus normas invisibles y sus cantos de sirena, nos moldea.
Desarrollamos un “cerebro social” intrínsecamente cableado para la interacción.
La cultura, como un manto ancestral, nos envuelve con sus tradiciones y sus valores. ¿Es el cerebro una isla o una península conectada a un vasto continente de influencias externas? El cerebro es, sin duda, un director de orquesta magistral, pero no el único músico en el escenario de nuestra existencia. Es el centro neurálgico donde se procesa y se interpreta la vasta sinfonía de nuestra vida, pero el origen de esa melodía es un misterio que se ramifica más allá de sus confines. Quizás sea una danza perpetua entre lo tangible y lo intangible, entre la chispa neuronal y el susurro del alma. El cerebro, como un espejo pulido, refleja las profundidades de nuestro ser, pero la fuente de esa luz podría residir en un universo más amplio y enigmático. El Homo sapiens, desde sus albores, floreció en comunidad. La cooperación, la empatía, la comunicación compleja, la transmisión de conocimientos y la creación de redes sociales no solo fueron fundamentales para nuestra supervivencia, sino que también impulsaron la evolución de nuestro cerebro, especialmente de la corteza prefrontal y de las áreas relacionadas con el lenguaje y la cognición social. Desarrollamos un “cerebro social” intrínsecamente cableado para la interacción.
Entonces, ¿qué sucede ahora? Sugerir que el deterioro de nuestra convivencia se debe únicamente a una disfunción o deterioro funcional o estructural de nuestro cerebro, sería como culpar a un solo instrumento por la desafinación de toda una orquesta. Plantear que el cerebro humano podría estar “deteriorándose” no significa necesariamente que esté ocurriendo un daño físico o patológico generalizado, como en las enfermedades neurodegenerativas. Más bien, apunta a un cuestionamiento más amplio sobre si nuestras capacidades cognitivas, éticas y emocionales están siendo erosionadas por los entornos que nosotros mismos hemos creado. Un entorno mediático dominado por la inmediatez, la hiperestimulación digital, la desinformación y el individualismo podría estar moldeando el cerebro de maneras que afectan negativamente a nuestra convivencia, empatía y pensamiento crítico. El cerebro humano, lejos de ser un órgano estático, está en constante cambio gracias a su propiedad más fascinante: la neuroplasticidad. Esta característica permite al cerebro adaptarse a nuevas experiencias, aprendizajes y entornos. Lo que implica, al mismo tiempo, una gran fortaleza y una gran vulnerabilidad. Si el entorno es enriquecedor, estimulante y éticamente orientado, el cerebro desarrolla habilidades como el pensamiento crítico, la autorregulación emocional, la empatía y la cooperación. Por el contrario, si el entorno es tóxico, sobrecargado de estímulos irrelevantes o emocionalmente reactivos, el cerebro puede desarrollar patrones disfuncionales de comportamiento, como la impulsividad, la intolerancia o el pensamiento binario. Hoy vivimos en un entorno que favorece la velocidad sobre la profundidad, la reacción sobre la reflexión y la gratificación instantánea sobre el esfuerzo sostenido. Además, factores como el estrés crónico, la sobrecarga de información y la falta de descanso mental han demostrado afectar negativamente a la salud cerebral.
Esto favorece la activación de la amígdala cerebral, vinculada al miedo y a las respuestas automáticas, en lugar de la activación del córtex prefrontal, que permite evaluar, analizar y sopesar argumentos con criterio. De este modo, el entorno digital contemporáneo no solo informa: reconfigura la manera en que pensamos, sentimos y nos relacionamos.
El ser humano no piensa ni siente en el vacío. El cerebro, aunque biológicamente determinado en su estructura básica, es profundamente sensible a su contexto. Y, en las últimas décadas, ese contexto ha cambiado de manera drástica. La transformación acelerada del entorno mediático, tecnológico y cultural ha confirmado una nueva ecología mental, cuyas consecuencias comienzan a visibilizarse con claridad: ansiedad generalizada, polarización social, disminución de la atención, debilitamiento del juicio ético y una creciente dificultad para el diálogo y la empatía. Uno de los fenómenos más influyentes en esta transformación es el auge de las tecnologías digitales y las redes sociales. Estas plataformas están diseñadas para captar y retener nuestra atención el mayor tiempo posible, activando constantemente el sistema dopaminérgico del cerebro, es decir, su circuito de recompensa. Cada notificación, cada “me gusta” y cada novedad en el flujo de información ofrece una pequeña dosis de gratificación que refuerza conductas impulsivas y compulsivas. En términos neurocognitivos, esto puede erosionar la capacidad de mantener la atención sostenida, de resistir distracciones y de procesar información de forma profunda. Además, los algoritmos que organizan la información en plataformas digitales tienden a amplificar los contenidos más emotivos, polarizantes y extremos, ya que generan más interacciones. Esto favorece la activación de la amígdala cerebral, vinculada al miedo y a las respuestas automáticas, en lugar de la activación del córtex prefrontal, que permite evaluar, analizar y sopesar argumentos con criterio. De este modo, el entorno digital contemporáneo no solo informa: reconfigura la manera en que pensamos, sentimos y nos relacionamos.
Otro aspecto importante es la sobrecarga de información, también conocida como infoxicación. El cerebro humano tiene una capacidad limitada para procesar datos y tomar decisiones racionales. Ante un exceso de estímulos y la presión por responder rápidamente, se recurre con más frecuencia a heurísticos o atajos mentales, como los prejuicios, las creencias previas o las emociones instantáneas. Este fenómeno favorece el pensamiento simplista, la desconfianza hacia el otro y el refuerzo de burbujas ideológicas. Lo que parece una crisis de información es, en realidad, una crisis de procesamiento y significado. En términos colectivos, estos cambios en la mente individual se amplifican y refuerzan mutuamente. El resultado es una cultura emocionalmente reactiva, caracterizada por la indignación constante, la falta de matices y la dificultad para sostener desacuerdos constructivos. En contextos así, la democracia se vuelve frágil, porque requiere precisamente lo contrario: pensamiento deliberativo, capacidad de escucha, reconocimiento de la complejidad y construcción de consensos. La vida acelerada, otro rasgo distintivo de la modernidad, también tiene efectos en el cerebro. La velocidad con que se vive y se decide impide los procesos de reflexión profunda, que requieren tiempo y atención. Esta aceleración se traduce en una vida mental fragmentada, en la que cuesta sostener una conversación prolongada, leer un texto extenso o, simplemente, estar en silencio sin estímulos externos. El resultado es una cultura de la superficie, donde lo urgente desplaza a lo importante y lo emocional se impone sobre lo racional. Además, la cultura contemporánea tiende a favorecer la autoexposición constante y la comparación social, lo que puede aumentar la inseguridad emocional, la competitividad y la frustración, especialmente entre los más jóvenes.
¿Necesitamos un cerebro más desarrollado para un nuevo tipo de convivencia en una nueva sociedad?
Este diagnóstico no debe conducir al pesimismo, sino al compromiso. Si el entorno tiene tanto poder para moldear la mente, entonces también tiene el potencial de regenerarla. Comprender cómo afecta el entorno digital, cultural y emocional a nuestra neurobiología es el primer paso para repensar nuestras instituciones, medios de comunicación y espacios educativos, con el objetivo de reconstruir una convivencia más saludable y humana. En definitiva, no estamos presenciando un retroceso biológico del cerebro humano, pero sí una forma de atrofia contextual: nuestras capacidades no se están perdiendo, pero se están desaprovechando o desviando.
Sin embargo, la persistencia de un entorno negativo y deprivado, el estrés crónico de la vida actual y el incremento de la contaminación ambiental conduce a alteraciones neurobiológicas que, si se cronifican, pueden llegar a producir alteraciones estructurales del cerebro, de sus conexiones y de su funcionamiento. Entre ellas hay que destacar las alteraciones del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal que origina niveles altos y tóxicos de cortisol; afectación del hipocampo con disminución de la capacidad de generar nuevas neuronas y con atrofia de sus ramificaciones, que son las que reciben la información; hiperactividad de la amígdala cerebral; afectación de las funciones ejecutivas de la corteza prefrontal; desequilibrio de neurotransmisores y una respuesta inflamatoria del cerebro, que contribuye al daño de las neuronas y que se asocia con trastornos del estado de ánimo. En definitiva, existe el riesgo de que los cambios ambientales, incluidos los sociales, no solo afecten al funcionamiento del cerebro, sino que cabe la posibilidad de que lleguen a modificar su estructura a múltiples niveles.
Comprender cómo funciona el cerebro no solo puede ayudarnos a diagnosticar los males de nuestro tiempo, sino también a encontrar caminos para regenerar la vida común, reeducar la sensibilidad moral y revitalizar los valores que hacen posible una convivencia humana y digna.
¿Necesitamos un cerebro más desarrollado para un nuevo tipo de convivencia en una nueva sociedad? El cerebro humano ha evolucionado durante millones de años, adaptándose y expandiendo sus capacidades de manera asombrosa. Sin embargo, hay limitaciones biológicas. El tamaño del cráneo, la energía que requiere un cerebro más grande y el tiempo de gestación y desarrollo necesarios para madurar un cerebro más completo son factores restrictivos en nuestra evolución biológica actual. Es decir, un salto evolutivo radical en el tamaño o estructura del cerebro, en el corto plazo, no es posible desde una perspectiva biológica. Pero “desarrollarse más” no solo implica un crecimiento físico. Podría significar una progresión en la eficiencia de sus conexiones, en la optimización de sus redes neuronales para procesar información de manera más holística, para integrar emociones y razón de forma más armónica, para potenciar la empatía y la creatividad. Todavía tenemos vastas reservas de creatividad, inteligencia emocional y sabiduría para explorar dentro de la misma arquitectura cerebral que poseemos. Así, la pregunta clave no es si el cerebro biológicamente cambiará para que la sociedad mejore, sino si podemos dirigir y potenciar la neuroplasticidad existente de manera que fomente comportamientos y actitudes que conduzcan a una sociedad más armoniosa. Al final, se plantea una visión esperanzadora: si el cerebro es plástico y moldeable, también lo son nuestras sociedades. Comprender cómo funciona el cerebro no solo puede ayudarnos a diagnosticar los males de nuestro tiempo, sino también a encontrar caminos para regenerar la vida común, reeducar la sensibilidad moral y revitalizar los valores que hacen posible una convivencia humana y digna.
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