12 marzo, 2025
La felicidad es el Santo Grial de la existencia humana, detrás del que andan muchos y pocos saben cómo buscar, entre otras cosas porque cada cual la entiende a su manera. En las Odas (s.V a.C.) de Píndaro se anuncia: “Hay muchos caminos hacia la felicidad, si los dioses lo permiten”; y en The City of God (426), San Agustín asevera: “De hecho, el hombre desea ser feliz incluso cuando vive de tal manera que la felicidad es imposible”.
La felicidad es un concepto complejo y multidimensional que se define comúnmente como un estado subjetivo de bienestar, satisfacción y alegría. El enfoque hedónico centra la felicidad en la experiencia de placer y la ausencia de dolor. Según esta visión, la felicidad implica maximizar las emociones positivas y minimizar las negativas. En cambio, el enfoque eudaimónico propone que la felicidad se alcanza a través del crecimiento personal, la autorrealización y el vivir de acuerdo con nuestros valores y potenciales. La felicidad se emparenta con tener un propósito y sentido en la vida. La perspectiva psicológica mide la felicidad a través del bienestar subjetivo, la satisfacción vital y el balance de emociones. Factores como las relaciones interpersonales, la resiliencia, y la autoestima juegan un papel crucial. La definición y los criterios de lo que se considera «felicidad» pueden variar según el contexto cultural y social, influyendo en cómo las personas la experimentan y la valoran. En síntesis, la felicidad es tanto una experiencia emocional como un estado de realización personal, influenciado por factores internos (como la genética, la personalidad y la resiliencia) y externos (como las relaciones, la salud y el ambiente socioeconómico). Pero en esencia, la sensación de felicidad nace dentro; nunca fuera. Quien busca la felicidad en su pareja, en su trabajo, en la familia, en los amigos o en estímulos externos (dinero, sexo, drogas) nunca será feliz. Lo externo contribuye, pero solo como acompañamiento; no como fundamento. En Table Talk (1782), William Cowper decía: “La felicidad depende, como lo demuestra la naturaleza, de muchas menos cosas exteriores de lo que la mayoría supone”.
«La verdadera felicidad es de naturaleza privada y enemiga de la pompa y el ruido; surge, en primer lugar, del disfrute de uno mismo y, en segundo lugar, de la amistad y conversación de unos pocos compañeros selectos”
Quizá haya tantas interpretaciones de la felicidad como personas. Y puede que cada una tenga su parte de lógica y razón, diluidas en una gran salsa de emocionalidad, sin que nadie sepa realmente justificar por qué se es feliz o por que se es infeliz.
En el s.IV a.C., Aristóteles abordaba la felicidad en varias de sus obras clásicas. En Nichomachean Ethics apunta: “La felicidad depende de nosotros… La felicidad es una expresión del alma en acciones meditadas”. Y en Politics, expande: “Cada hombre busca la felicidad de diferentes maneras y por diferentes medios, y así crea para sí diferentes modos de vida y formas de gobierno”. Tres siglos más tarde, Publilius Syrus enfatiza: “El hombre feliz no es el que lo parece a los demás, sino el que lo parece a sí mismo”. El libro de los Proverbios en la Biblia también apunta hacia adentro, poniendo a la felicidad como disfrute culinario y como elemento terapéutico: “El que tiene un corazón alegre disfruta de un banquete continuo…Un corazón alegre es un buen remedio”. Para Joseph Addison, “la verdadera felicidad es de naturaleza privada y enemiga de la pompa y el ruido; surge, en primer lugar, del disfrute de uno mismo y, en segundo lugar, de la amistad y conversación de unos pocos compañeros selectos”.
En las reflexiones de George Santayana en The Life of Reason: Reason in Common Sense (1905) se encuentra: “La felicidad es la única sanción de la vida; donde la felicidad falla, la existencia sigue siendo un experimento loco y lamentable”; y prosigue en Persons and Places: The Middle Span (1945): “Una serie de placeres excitados, fugitivos y misceláneos no es la felicidad; la felicidad reside en la reflexión y el juicio imaginativo, cuando la imagen de la propia vida, o de la vida humana, como verdaderamente ha sido o es, satisface la voluntad y es aceptada con agrado”.
La picaresca de Ambrose Bierce define a la felicidad como “una sensación agradable que surge al contemplar la miseria del otro”. Jules Renard no difiere demasiado: “No basta con ser feliz, también es necesario que los demás no lo sean”. En On the Eve (1860), Ivan Turgenev remata: “La felicidad de cada hombre se basa en la infelicidad de otro”. Albert Camus parece compartir la idea en The Fall (1956): “Para ser felices, no debemos preocuparnos demasiado por los demás. Se te perdona tu felicidad y tu éxito solo si consientes compartirlos generosamente”. Por su parte, Bertolt Brecht insiste en la genuina individualidad de la felicidad: “Lo que es alegría para uno es una pesadilla para otro; así es hoy y así será siempre”. Charles Caleb Colton piensa de la misma manera: “La felicidad, esa gran maestra de ceremonias en la danza de la vida, nos impulsa a través de todos sus laberintos y meandros, pero no conduce a ninguno de nosotros por la misma ruta”.
«A la felicidad le atrae la sabiduría; ambas se seducen mutuamente; conviven en armonía y rara vez entran en conflicto»
En el sentir de mucha gente, la felicidad propia se agranda en la desgracia ajena; y emerge la contradicción de la felicidad, como un pan que no se puede compartir, como un producto ególatra y ofensivo que motiva a Mark Twain a pensar que “hay personas que pueden hacer multitud de cosas bellas y heroicas, excepto una: no contar su felicidad a los infelices”.
La infelicidad no se puede rellenar con ruido. El recogimiento enriquece el alma y la hace más permeable y tolerante, mientras que el exceso verbal invade espacios de conflicto que nunca traen felicidad. Para Shakespeare, “el silencio es el heraldo más perfecto de la alegría”.
A la felicidad le atrae la sabiduría; ambas se seducen mutuamente; conviven en armonía y rara vez entran en conflicto. Diógenes Laertius atribuye a Epicuro aquello de que “es imposible tener una vida placentera sin vivir sabiamente, bien y justamente, y es imposible vivir sabiamente, bien y justamente sin vivir placenteramente”. Sófocles lo corrobora en Antígona (441 a.C.): “Nuestra felicidad depende de la sabiduría en todo momento”; y en sus Elegías (s.I a.C.), Tibulo declara que “un hombre sabio firma su alegría en el armario de su corazón”.
“En este mundo, muy a menudo, nuestras alegrías son sólo las tiernas sombras que proyectan nuestras penas”…“Un momento de dicha puede compensar innumerables horas de dolor”.
Los de temperamento superficial, los que acostumbran a exhibirse en piscinas de poco calado, tienden a creer que la felicidad es equivalente a un ejercicio de diversión negligente. A estos, la vida los suele destripar sin caridad, porque el cultivo de la felicidad requiere siembra, riego, poda y cosecha elaborada. En un capítulo de Les Diaboliques (1874), titulado Le Bonheur dans le crime, Jules Barbey D’arevilly escribe: “Los hombres felices son serios. Llevan su felicidad con cautela, como si se tratara de un vaso lleno hasta el borde que el menor movimiento podría hacer que se desbordara o se rompiera”. La delicadeza del producto requiere cuidados especiales, protección y asentamientos seguros, aunque -lamentablemente- no hay felicidad eterna ni caja de caudales suficientemente segura para preservarla. Un hábil orador doctrinario, John Donne, predicaba allá por el 1625: “El verdadero gozo es la prenda que tenemos del cielo, es el tesoro del alma, y por tanto debe ser puesto en un lugar seguro, y nada en este mundo es seguro para colocarlo”.
«Tu alegría es tu tristeza desenmascarada. Y el mismo pozo del que brota tu risa a menudo se llena con tus lágrimas”. Y un proverbio chino lo reafirma: “La felicidad es como un rayo de sol, que la menor sombra intercepta”
En no pocas ocasiones, muchos momentos de felicidad dependen de saber sacar provecho a episodios de sufrimiento. En uno de sus muchos sermones, Henry Ward Beecher lo pinta con belleza poética: “En este mundo, muy a menudo, nuestras alegrías son sólo las tiernas sombras que proyectan nuestras penas”. En The Ritter Bann (1824), Thomas Campbell enfatiza: “Un momento de dicha puede compensar innumerables horas de dolor”. Cervantes parece coincidir con esta forma de ver las cosas en el Quijote: “Rara vez sucede que una felicidad sea tan pura que no esté atemperada y mitigada por alguna mezcla de tristeza”. Kahlil Gibran insiste en The Profet (1923): “Tu alegría es tu tristeza desenmascarada. Y el mismo pozo del que brota tu risa a menudo se llena con tus lágrimas”. Y un proverbio chino lo reafirma: “La felicidad es como un rayo de sol, que la menor sombra intercepta”. En opinión de Alphonse Karr, en Les Guêpes (1842), “la felicidad se compone de desgracias evitadas”.
Las formas de felicidad más sólidas y duraderas se fundamentan en la moral, la ley y el orden. Así lo expresaba Jeremy Bentham: “La felicidad más grande para la inmensa mayoría es el fundamento de la moral y la legislación”. Sin embargo, los placeres inmediatos son más tentadores que las promesas futuras. John Dryden lo pintaba con elegancia en The Hind and the Panther (1687): “Las alegrías presentes son más propias de la carne y la sangre que una aburrida perspectiva de un bien lejano”.
El ser humano tiene que saber afrontar las tormentas cotidianas con sentido de equilibrio, en un mundo de extremos donde ni todo es felicidad ni todo es desventura. En la introducción a Naked Masks: Five Plays by Luigi Pirandello (1952), Eric Bentley lo ve del siguiente modo: “La alegría es dura por ser pura y delicada, pero no menos dura por tener los pies en la tierra. Es la dicha sin extrañeza. Se encuentra tentadoramente entre los extremos de beatitud y bestialidad que son cada vez más los postulados de nuestro mundo”.
La felicidad no se compra con dinero; pero, aunque fuese una mercancía adquirible, cada cual debe mesurar sus posibilidades. En Le Danseur inconnu (1907), Tristan Bernard sugiere: “Cuando no somos lo suficientemente ricos para poder comprar la felicidad, no debemos acercarnos demasiado a contemplarla en los escaparates”. En una carta de Thomas Jefferson a Mrs. A.S. Marks, de 1788, el tercer presidente de los Estados Unidos (1801-1809), antes de ocupar el cargo, escribe: “No es la riqueza ni el esplendor, sino la tranquilidad y la ocupación, lo que da la felicidad”.
«La felicidad es como un buen vino que hay que disfrutar a pequeños sorbos»
Los amarres psicológicos de la felicidad tampoco son muy sólidos en quienes pretenden sujetarla a cualquier precio. Así lo insinúa una hermosa frase de John Berry en Flight of White Crows (1961): “El ave del paraíso se posa sólo sobre la mano que no la agarra”. En The Passionate State of Mind (1954), Eric Hoffer advierte: “La búsqueda de la felicidad es una de las principales fuentes de infelicidad”.
A veces, la vida te empuja a inventar la felicidad, aunque no exista, para poder sobrevivir. Ya Descartes lo esbozaba en su Traité des passions de l’âme (1650): “La alegría ilusoria a menudo vale más que la tristeza genuina”. Como todo lo bueno, la felicidad suele ser frugal. Eurípides abunda pesimistamente en la idea en Orestes (408 a.C.): “La felicidad es breve, no dura. Dios azota sus velas”. E insiste en Medea (431 a.C.): “Entre los mortales no hay nadie feliz. Si la riqueza fluye sobre uno, puede ser que sea más afortunado que su vecino, pero aun así no será feliz”.
La felicidad no es alcanzable con rezos a la diosa fortuna. Tampoco es muy útil el poder de la motosierra para talar grandes troncos de grandeza. La felicidad prefiere el uso de hacha diaria para hacer leña menuda. Así también lo reflejaba Benjamin Franklin en su Autobiography (1791): “La felicidad humana se produce no tanto por grandes golpes de suerte que ocurren raramente, sino por pequeños progresos, fruto del esfuerzo, que ocurren todos los días”. “La felicidad compensa en altura lo que le falta en longitud”, reza un poema de Robert Frost.
“Cuando una puerta de felicidad se cierra, otra se abre; pero a menudo miramos tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros”
Muchas veces, la felicidad se camufla bajo criterios de oportunidad que pocos saben percibir. La felicidad es como un buen vino que hay que disfrutar a pequeños sorbos. La felicidad tiene que ser apreciada en su dimensión real, sin fantasía, para que perdure lo que su valor merece. En The Zykovs (1914), Máximo Gorky señala: “La felicidad siempre parece pequeña cuando la tienes en tus manos, pero déjala ir y aprenderás de inmediato lo grande y preciosa que es”. En The Adventurer (1753), Samuel Johnson reflexiona: “La felicidad se disfruta sólo en la medida en que se la conoce; y tal es el estado o la locura del hombre, que sólo la reconoce por la experiencia de su contrario”. Maurice Maeterlinck abunda en la idea en Wisdom and Destiny (1898): “Sólo poseemos la felicidad que somos capaces de comprender”. Saber captar la oportunidad y no dejarse cegar por su efecto es clave en la aventura de la felicidad. Helen Keller razona en We Bereaved (1929): “Cuando una puerta de felicidad se cierra, otra se abre; pero a menudo miramos tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros”.
El recuerdo de una supuesta felicidad pasada puede ser tormentoso. André Gide dice en The Immoralist (1902): “Nada es más fatal para la felicidad que el recuerdo de la felicidad”. Un reducto de felicidad que atrapa a muchos es el corral conyugal, en donde el gusto se reparte en pareja, a dosis desiguales. Cuando la felicidad conyugal se reduce a ausencia de conflicto es una farsa con víctimas, que siempre acaba mal para todas las partes.
La felicidad no es materia de burdel, ni de experiencia psicodélica, ni de subida de sueldo, ni de falso arreglo conyugal, ni de huida al tétrico paraíso de la egolatría, ni de diván freudiano, ni de descargo de conciencia en el confesionario para consuelo espiritual. En términos de derechos -para todos los estúpidos que creen que los derechos están por encima de las obligaciones-, no está de más recordar con George Bernard Shaw que “no tenemos más derecho a la felicidad sin producirla que a consumir salud sin cultivarla”.
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