
19 marzo, 2025
Uno de los usos y costumbres de ese pasado del que oficialmente nos informan que ya no existe, y que siempre me gustó, era la tarjeta de visita. Desde pequeño, observé cómo señoras y caballeros la utilizaban para enviar un regalo, expresar su consideración o transmitir su duelo.
Cuando ingresé en la carrera judicial, adopté la costumbre de usar tarjeta de visita, costeándola de mi peculio, ya que, a diferencia de otros funcionarios, nuestra administración nunca nos proporcionó una. Recuerdo a un compañero recién llegado que, con toda ingenuidad, preguntó en nuestro foro si las tarjetas de visita de los jueces se encargaban a la Fábrica de Moneda y Timbre. Un colega más veterano le respondió con gracia que quizá se había equivocado de profesión.
La tarjeta de visita es una muestra de cortesía, pero una vez entregada, es difícil retirarla. Tiene una vida propia, al margen de la evolución de la relación con su destinatario. Deja una huella indeleble de la presencia de quien la ofreció, o una prueba cristalizada de su afecto. La novela Las cuatro plumas, de Alfred E. W. Mason, me enseñó en mi infancia las consecuencias de enviar una tarjeta con mala intención, y siempre fui prudente con eso. En el peor de los casos, puede convertirse en un indicio incriminatorio de primer orden. Quizás por ello, en estos tiempos, se utilicen menos.
Durante mi destino en Ferrol, una ciudad de marcado carácter victoriano, tuve que resolver un caso en el que, precisamente, la prueba decisiva fue una tarjeta de visita.
Aquel día, transcurría una mañana de guardia tranquila cuando recibí un aviso policial: un hombre enmascarado había irrumpido en un establecimiento, cuchillo en mano, y había atracado a su propietaria. Sin embargo, en menos de una hora, la Policía Nacional lo identificó, lo detuvo y lo puso a mi disposición. La rapidez en la actuación tenía una explicación insólita: el ladrón, en pleno asalto, había entregado a la víctima un papel manuscrito con su nombre completo y el compromiso de devolver lo robado en cuanto le fuera posible.
Al tomarle declaración, el detenido admitió sin rodeos la autoría del hecho y de la nota. Para mí, no cabía duda: era un robo consumado, con intimidación, en local abierto al público, con uso de arma y agravante de disfraz. Cuando le informé de que decretaba su prisión provisional, el hombre estalló en protestas, vociferando que no era un ladrón, que aquello no había sido un robo, sino un préstamo, y que por eso había dejado su tarjeta de visita. Salió de mi despacho esposado rumbo al centro penitenciario, aunque hubo quienes discreparon de mi decisión, tachándome de juez riguroso y excesivamente legalista.
Acepto las críticas, pero nunca he comprendido esa en particular. El juez se debe al imperio de la ley, y en ello radica su legitimidad, no en su calidad humana, un concepto siempre opinable y cambiante.
Todo esto me ha venido a la cabeza al observar ciertos casos mediáticos en los que algunos investigados parecen haber dejado tantos indicios incriminatorios como si hubiesen firmado su implicación con una tarjeta de visita. No puedo afirmarlo con certeza, pues no conozco los expedientes de primera mano, pero la información que trasciende en los medios pinta un panorama sombrío.
En 1990, en la Escuela Judicial de Madrid, aprendí que la misión del juez de instrucción es averiguar la verdad histórica de un hecho, con estricto respeto a la ley y a los derechos de los ciudadanos. El juez investigador no actúa a su antojo, sino que sigue un procedimiento reglado para determinar si existen pruebas suficientes que justifiquen un juicio oral. Su trabajo está sometido a controles procesales de calidad muy rigurosos.
También aprendí hace mucho que cualquier estrategia de defensa es legítima, pues el investigado goza de la presunción de inocencia a lo largo de todo el proceso. Me atengo a ello con convicción constitucional, porque nunca se sabe si cualquiera de nosotros podría verse, algún día, en la necesidad de defenderse en un juicio. Un profesor de la Escuela nos advertía sobre el poder de un hada madrina que, con un leve toque de su varita judicial, podía cambiarte del sillón al banquillo. Siempre lo he tenido presente para no apartarme de la línea recta de la ley.
Hoy se alzan voces poderosas que atacan la labor judicial en estos casos de gran repercusión, propalando —con cadencia goebbelsiana— discursos prefabricados con munición bastante nociva, en un intento de torcer esa línea recta. No creo que lo consigan, ni con el empleo del cañón de asedio Bertha, porque los jueces españoles tendemos a ser bastante legalistas, lo que, en tiempos de lusco fusco, no es poca cosa.
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